7

Tardamos veinte minutos en recorrer cuatro manzanas desde donde nuestro autobús Número Tres había sufrido el accidente. Notaba cómo se me hinchaba la rodilla. Palpitaba de dolor con cada latido de mi corazón. Llegamos a un banco y Sadie me dijo que me sentara.

—No hay tiempo.

—Que te sientes, amigo. —Me dio un empujón inesperado y me derrumbé sobre el banco, que tenía el anuncio de unas pompas fúnebres locales en el respaldo. Sadie asintió con brío, como podría hacer una mujer cuando se ha cumplido con una problemática faena doméstica, y luego se lanzó a la calzada de Harry Hines Boulevard a la vez que abría su bolso y rebuscaba dentro. El dolor de mi rodilla quedó suspendido por un momento cuando el corazón se me subió a la garganta y dejó de latir.

Un coche dio un volantazo para esquivarla y tocó el claxon. No la atropello por menos de treinta centímetros. El conductor sacudió el puño mientras seguía manzana abajo y después le enseñó el dedo corazón para remachar el mensaje. Cuando le grité que volviera, ella ni siquiera miró en mi dirección. Sacó su cartera mientras los coches pasaban a su lado a toda velocidad, y con el viento que levantaban le apartaban el pelo de la cara marcada. Ella estaba como si tal cosa. Encontró lo que buscaba, dejó caer la cartera en su bolso y sostuvo un billete verde por encima de su cabeza. Parecía una animadora de instituto en pleno número.

¡Cincuenta dólares!—gritó—. ¡Cincuenta dólares por llevarnos a Dallas! ¡Main Street! ¡Main Street! ¡Tengo que ver a Kennedy! ¡Cincuenta dólares!

Esto no va a funcionar, pensé. Lo único que va a pasar es que la atropellará el obstinado pasa…

Un oxidado Studebaker frenó con un chirrido delante de ella. El motor protestó con un golpeteo metálico. Tenía una cuenca vacía donde debería haber estado uno de los faros. Salió un hombre con pantalones anchos y camiseta de tirantes. En la cabeza (y calado hasta las orejas) llevaba un sombrero de vaquero de fieltro verde con una pluma india en la cinta. Sonreía. La sonrisa revelaba al menos seis huecos en la dentadura. Eché un vistazo y pensé: Aquí llegan los problemas.

—Señorita, está loca —dijo el vaquero del Studebaker.

—¿Quiere cincuenta dólares o no? Solo tiene que llevarnos a Dallas.

El hombre entrecerró los ojos mirando el billete, tan ajeno como la propia Sadie a los coches que daban volantazos y pitaban. Se quitó el sombrero, golpeó con él los chinos que colgaban de sus escuchimizadas caderas y después volvió a ponérselo en la cabeza, calándoselo hasta que el ala tocó la punta de sus orejas de soplillo.

—Señorita, eso no son cincuenta, son diez.

—Tengo el resto en la billetera.

—Entonces, ¿por qué no la cojo y punto? —Lanzó la mano hacia su gran bolso y agarró un asa. Yo bajé de la acera, pero pensé que, para cuando llegase hasta Sadie, el tipo ya se habría largado con el botín. Además, si llegaba a tiempo, lo más probable era que me pegase una paliza. Por delgado que estuviera, seguía pesando más que yo. Y tenía dos brazos útiles.

Sadie no soltó el bolso, que, estirado en direcciones opuestas, se abrió como una boca gritando de dolor. Sadie metió dentro la mano y la sacó con un cuchillo de carnicero que me sonaba. Atacó a su agresor con él y le rajó el antebrazo. El corte empezaba encima de la muñeca y terminaba en la sucia arruga de la parte interior del codo. El vaquero gritó de dolor y sorpresa, soltó el bolso y retrocedió mirándola fijamente.

—¡Zorra chalada, me has cortado!

Se abalanzó hacia la puerta abierta de su coche, que parecía a punto de desmoronarse con esos ruidos. Sadie dio un paso al frente y lanzó un tajo al aire delante de la cara del vaquero. El pelo le caía por delante de los ojos. Sus labios eran una raya torva. La sangre del brazo herido del vaquero del Studebaker caía goteando sobre el asfalto. Los coches seguían pasando. Increíblemente, oí que alguien gritaba:

—¡Duro con él, señora!

El vaquero del Studebaker retrocedió hacia la acera, sin apartar los ojos del cuchillo.

Sin mirarme, Sadie dijo:

—Todo tuyo, Jake.

Por un segundo no la entendí, pero luego recordé el .38. Lo saqué del bolsillo y encañoné al vaquero.

—¿Ves esto, figura? Está cargado.

—Estás tan loco como ella. —Su brazo, apretado contra el pecho, embadurnaba la camiseta de sangre.

Sadie se dirigió corriendo al lado del pasajero del Studebaker y abrió la puerta. Me miró por encima del techo e hizo un impaciente gesto de darle a la manivela con una mano. No hubiese creído posible quererla más, pero en ese momento vi que me equivocaba.

—Tendrías que haber aceptado el dinero o haber pasado de largo —dije—. Ahora quiero verte correr. Arranca enseguida o te meteré una bala en la pierna para que no puedas hacerlo ni ahora ni después.

—Eres un puto cabrón —me soltó él.

—Sí que lo soy. Y tú eres un puto ladrón que pronto lucirá un balazo. —Amartillé la pistola. El vaquero del Studebaker no me puso a prueba. Dio media vuelta y salió pitando por Hines en dirección oeste con la cabeza gacha y el brazo doblado contra el cuerpo, maldiciendo y dejando un rastro de sangre.

—¡No pares hasta llegar a Love! —le grité—. ¡Son tres kilómetros en esa dirección! ¡Saluda al presidente!

—Entra, Jake. Sácanos de aquí antes de que llegue la policía.

Me deslicé tras el volante del Studebaker con un gesto de dolor ante la protesta de mi rodilla hinchada. Tenía el cambio de marchas normal, lo que conllevaba usar mi pierna mala en el embrague. Eché el asiento todo lo atrás que pude, con un sonido de basura chafada y rajada en el suelo, y luego arranqué.

—El cuchillo —dije—. ¿Es…?

—El que Johnny usó para cortarme, sí. El sheriff Jones me lo devolvió después de la investigación. Creyó que era mío y probablemente tenía razón. Pero no de mi casa de Bee Tree. Estoy casi segura de que Johnny lo sacó de nuestra casa en Savannah. Lo llevo en el bolso desde entonces. Porque quería algo con lo que protegerme, por si acaso… —Se le empañaron los ojos—. Y esto es un acaso, ¿no? Si esto no es un acaso, que baje Dios y lo vea.

—Guárdalo en el bolso. —Moví la palanca de cambios, que estaba rígida a más no poder, y conseguí poner el Studebaker en segunda. El coche olía a gallinero que no se ha limpiado en aproximadamente diez años.

—Lo pondré todo perdido de sangre.

—Guárdalo de todas formas. No puedes pasearte con un cuchillo en la mano, y menos cuando el presidente está de visita en la ciudad. Cariño, has sido más que valiente.

Escondió el cuchillo y luego empezó a secarse los ojos con los puños, como una niña pequeña que se ha hecho un arañazo en las rodillas.

—¿Qué hora es?

—Las once y diez. Kennedy aterriza en Love Field dentro de cuarenta minutos.

—Todo está en nuestra contra —dijo ella—. ¿O no?

La miré de reojo y dije:

—Ahora lo entiendes.