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Dejamos atrás el sur de Irving, donde la mujer de Lee se recuperaba en esos momentos del parto de su segunda hija hacía solo un mes. La circulación era lenta y apestosa. La mitad de los pasajeros de nuestro abarrotado autobús estaba fumando. Fuera (donde cabía suponer que el aire era un poco más limpio), las calles estaban llenas de tráfico de entrada. Vimos un coche con un TE QUEREMOS JACKIE escrito con jabón en el parabrisas de atrás, y otro con FUERA DE TEXAS RATA ROJA en el mismo sitio. El autobús avanzaba dando bandazos. En las paradas esperaban grupos cada vez mayores de personas; sacudían los puños cuando nuestro abarrotado vehículo se negaba a aminorar siquiera.

A las diez y cuarto enfilamos Harry Hines Boulevard y pasamos delante de un cartel que señalaba la dirección a Love Field. El accidente se produjo tres minutos después. Había albergado la esperanza de que no sucediera, pero me lo temía y lo estaba esperando, de modo que, cuando el camión con volquete se saltó el semáforo del cruce de Hines con Inwood Avenue, por lo menos me encontró medio preparado. Ya había visto uno parecido en mi camino al cementerio de Longview, en Derry.

Agarré el cuello de Sadie y le empujé la cabeza hacia su regazo.

—¡Abajo!

Un segundo más tarde salimos disparados contra la pantalla que separaba el asiento del conductor de la zona de pasajeros. Hubo cristales rotos. Chirridos metálicos. Los que estaban de pie salieron volando hacia delante en una masa gritona de extremidades agitadas, bolsos y sombreros de domingo. El obrero blanco que había dicho «pobrecito» estaba doblado hacia delante sobre la máquina de las monedas, que se encontraba al final del pasillo. La sirvienta gigante desapareció sin más, sepultada por una avalancha humana.

A Sadie le sangraba la nariz y un moratón hinchado subía como masa de pan bajo su ojo derecho. El conductor estaba tirado de lado junto al volante. El ancho parabrisas delantero se había resquebrajado y la visión de la calle había dado paso a una estampa de metal con flores de óxido. Podía leerse ALLAS OBRAS PÚB. El olor del asfalto que transportaba el camión era espeso.

Volví a Sadie hacia mí.

—¿Estás bien? ¿Tienes la cabeza clara?

—Estoy bien, solo aturdida. Si no hubieses gritado cuando lo has hecho, otro gallo cantaría.

Sonaban gemidos y gritos de dolor procedentes del montón que se había formado en la parte delantera del autobús. Un hombre con el brazo roto se zafó de la melé y zarandeó al conductor, que cayó rodando de su asiento. Del centro de su frente sobresalía una cuña de cristal.

—¡Cristo Dios! —exclamó el hombre del brazo roto—. ¡Creo que está muerto, joder!

Sadie se acercó al tipo que se había empotrado contra el receptáculo de las monedas y lo ayudó a llegar a donde habíamos estado sentados. Tenía la cara blanca y gemía. Supongo que había chocado contra el aparato con las pelotas por delante; estaba más o menos a la altura adecuada. Su amigo negro me ayudó a poner en pie a la sirvienta, pero si ella no hubiera estado del todo consciente y en condiciones de colaborar, dudo que hubiésemos logrado gran cosa. Estamos hablando de ciento treinta kilos de hembra maciza. Sangraba profusamente de la sien, y ese uniforme en concreto ya no iba a servirle para nada. Le pregunté si se encontraba bien.

—Creo que sí, pero me he dado un viaje de los buenos en la cabeza. ¡Madre mía!

Detrás de nosotros, en el autobús reinaba el caos. Al cabo de poco se produciría una estampida. Me puse delante de Sadie e hice que me envolviera la cintura con los brazos. Dado el estado de mi rodilla, probablemente tendría que haberme agarrado yo a ella, pero el instinto es el instinto.

—Tenemos que dejar salir a esta gente del autobús —le dije al obrero negro—. Déle a la manivela.

Lo intentó, pero no se movía.

—¡Atascada!

Pensé que eso era una chorrada; pensé que el pasado la mantenía cerrada. Y encima, no podía ayudarle a tirar. Solo tenía un brazo bueno. La sirvienta —con un lado del uniforme empapado ya de sangre— me empujó a un lado, con tanta fuerza que casi me tiró al suelo. Sentí que los brazos de Sadie se soltaban, pero luego volvió a agarrarse. El sombrero de la sirvienta se había torcido, y la gasa de su velo estaba perlada de sangre. El efecto era grotesco pero decorativo, como de minúsculas bayas de acebo. Se recolocó el tocado y después agarró la manivela cromada junto con el obrero negro.

—Voy a contar hasta tres, y después tiraremos de este cacharro —le dijo—. ¿Estás listo? Él asintió.

—Uno…, dos…, ¡tres!

Tiraron, o más bien tiró ella, con la fuerza suficiente para que se le rajara el vestido debajo de un brazo. Las puertas se abrieron. Detrás de nosotros sonaron unos débiles vítores.

—Graci… —empezó Sadie, pero yo ya me estaba moviendo.

—Rápido, antes de que nos pisoteen. No te sueltes. —Fuimos los primeros en salir del autobús. Orienté a Sadie hacia Dallas—. Vamos.

—¡Jake, esta gente necesita ayuda!

—Y estoy seguro de que enseguida llegará. No mires atrás. Mira al frente, porque de allí vendrá el próximo problema.

—¿Qué problema? ¿Cuántos más?

—Todos los que el pasado pueda echarnos —respondí.