—¿Jake? ¿Estás bien?
—Sí. ¿Tú?
—La puerta me ha dado un golpe y es probable que tenga un morado en el hombro, pero aparte de eso, bien. Si hubiéramos chocado contra esa farola, seguramente no estaría tan bien. Y tú tampoco. ¿Para quién es la nota?
—Para quienquiera que remolque el Chevy. —Y esperaba de todo corazón que el señor Quienquiera hiciese lo que la nota le pedía—. Nos preocuparemos de esa parte cuando volvamos.
Si volvíamos.
La siguiente parada de autobús estaba a media manzana de distancia. Tres mujeres negras, dos blancas y un hispano esperaban junto al poste, una mezcla racial tan equilibrada que parecía un casting para Ley y Orden: Unidad de Víctimas Especiales. Nos unimos a ellos. Me senté bajo la marquesina junto a una sexta mujer, una afroamericana que envolvía sus heroicas proporciones en un uniforme de rayón blanco que prácticamente gritaba Chacha de Blancos Forrados. En el pecho llevaba una chapa que rezaba A TOPE CON JFK EN EL '64.
—¿Tiene mal la pierna, señor? —me preguntó.
—Sí. —Tenía cuatro sobres de polvos para el dolor de cabeza en el bolsillo de mi chaqueta. Metí la mano por detrás de la pistola, saqué dos, rasgué los bordes superiores y vertí el contenido en mi boca.
—Si se los toma así se machacará los riñones —dijo ella.
—Lo sé. Pero tengo que mantener en movimiento esta pierna lo suficiente para ver al presidente.
Me dedicó una gran sonrisa.
—Vaya si le entiendo.
Sadie estaba de pie en el bordillo y miraba con nerviosismo calle abajo a la espera de un Número Tres.
—Hoy los buses tardan en pasar —dijo la sirvienta—, pero enseguida llegará uno. Ni en broma me pierdo a Kennedy, ¡no señor!
Dieron las nueve y media y seguía sin pasar el autobús, pero el dolor de mi rodilla se había reducido a un latido sordo. Que Dios bendiga los polvos Goody.
Sadie se me acercó.
—Jake, a lo mejor tendríamos que…
—Ahí viene un Tres —anunció la sirvienta, que se puso en pie. Era una mujer imponente, oscura como el azabache, al menos un par de centímetros más alta que Sadie y con el pelo liso como una tabla y resplandeciente—. Sí señor, voy a pillarme un sitio justo en plena Dealey Plaza. Llevo sandwiches en la bolsa. ¿Me oirá cuando chille?
—Estoy seguro —dije yo.
Ella se rio.
—¡Vaya que sí! ¡Él y Jackie!
El autobús iba lleno, pero la gente que esperaba en la parada se metió como pudo de todas formas. Sadie y yo éramos los últimos, y el conductor, que parecía más agobiado que un corredor de Bolsa en el Viernes Negro, levantó la palma.
—¡Nadie más! ¡Está lleno! ¡Van apretados como sardinas! ¡Esperen al siguiente!
Sadie me miró con cara de angustia, pero antes de que pudiera decir nada, la mujer gigante intervino a nuestro favor.
—Nada de eso, déjales subir. El hombre tiene una pata chula, y la señorita tiene sus propios problemas, como puedes ver. Además, ella está flaca y él más todavía. Déjales subir o yo te bajaré a ti y me pondré a conducir yo misma. Ojo, que sé hacerlo. Aprendí con el Bulldog de mi padre.
El conductor vio a aquel pedazo de mujer erguida sobre él, puso los ojos en blanco y nos indicó por señas que subiéramos. Cuando busqué monedas para meterlas en la máquina, él la cubrió con una palma rechoncha.
—Olviden el maldito billete, pónganse detrás de la línea blanca y punto. Si pueden. —Sacudió la cabeza—. Que alguien me explique por qué hoy no han puesto una docena de autobuses extra. —Tiró de la manivela cromada. Las puertas se cerraron delante y detrás. Los frenos neumáticos se retiraron con un resoplido y nos pusimos en marcha, lentos pero seguros.
Mi ángel no había acabado. Empezó a abroncar a una pareja de obreros, uno negro y otro blanco, sentados detrás del conductor con sus fiambreras en el regazo.
—¡Levantaos y dejadles vuestros asientos a este señor y a esta señorita, vamos! ¿No veis que tiene la rodilla fastidiada? ¡Y aun así va a ver a Kennedy!
—Señora, no pasa nada —dije yo.
No me hizo caso.
—Arriba, venga, ¿es que os criaron en un establo?
Se levantaron y se abrieron paso a empujones entre la multitud hacinada del pasillo. El obrero negro lanzó a la sirvienta una mirada furiosa.
—Mil novecientos sesenta y tres y todavía le tengo que dejar mi asiento a un blanco.
—Uy, pobrecito —se burló su amigo blanco.
El negro me miró mejor. No sé qué vio, pero señaló los asientos ya vacíos.
—Siéntate antes de que te caigas, Jackson.
Me senté junto a la ventanilla. Sadie les dio las gracias con un murmullo y tomó asiento a mi lado. El autobús avanzaba pesadamente como un elefante viejo que aun así puede ponerse al galope si se le concede el tiempo suficiente. La sirvienta se mantenía lo bastante cerca para protegernos, agarrada a una correa y contoneando las caderas en las curvas. Había mucho que contonear. Volví a mirar mi reloj. Las manecillas parecían ir lanzadas hacia las diez de la mañana; pronto las superarían.
Sadie se me acercó y me hizo cosquillas con el pelo en la mejilla y el cuello.
—¿Adonde vamos, y qué haremos cuando lleguemos allí?
Quería volverme hacia ella, pero en lugar de eso mantuve la vista al frente, buscando problemas. A la espera del siguiente puñetazo. Ya estábamos en División Oeste Street, que también era la Autopista 180. Pronto llegaríamos a Arlington, futuro hogar de los Rangers de Texas de George W. Bush. Si todo iba bien, cruzaríamos el límite municipal de Dallas a las diez y media, dos horas antes de que Oswald cargara la primera bala en su puñetero fusil italiano. Solo que, cuando intentas cambiar el pasado, las cosas rara vez salen bien.
—Tú sígueme —dije—. Y no te relajes.