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Sadie no podía salir por su lado; haría falta una palanca para abrir la puerta del copiloto. Se deslizó a lo largo del asiento y salió por la mía. Un puñado de personas, no muchas, nos miraban.

—Uy, ¿qué ha pasado? —preguntó una mujer que empujaba un cochecito de bebé.

Eso quedó claro en cuanto llegué a la parte delantera del coche. La rueda delantera derecha se había salido. Estaba seis metros detrás de nosotros, al final de una zanja que trazaba una curva en el asfalto. El eje partido brillaba al sol.

—Una rueda destrozada —le dije a la mujer del cochecito.

—Ay, mecachis —exclamó ella.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sadie en voz baja.

—Nos hemos hecho un seguro; ahora presentamos una reclamación. La parada de bus más cercana.

—Mi maleta…

, pensé, y el cuaderno de Al. Mis manuscritos: la novela de mierda que no importa y las memorias que sí. Además de todo mi efectivo disponible. Eché un vistazo a mi reloj. Las nueve y cuarto. En el hotel Texas, Jackie estaría poniéndose su vestido rosa. Tras una hora más de politiqueo, la comitiva arrancaría hacia la base de las Fuerzas Aéreas de Carswell, donde estaba aparcado el gran avión. Dada la distancia entre Fort Worth y Dallas, los pilotos apenas tendrían tiempo de levantar el tren de aterrizaje.

Intenté pensar.

—¿Quieren usar mi teléfono para llamar a alguien? —preguntó la mujer del cochecito—. Mi casa está justo en esta calle. —Nos miró de arriba abajo y se fijó en mi cojera y en la cicatriz de Sadie—. ¿Se han hecho daño?

—Estamos bien —dije. Cogí a Sadie del brazo—. ¿Le importaría llamar a una estación de servicio para que manden una grúa? Sé que es mucho pedir, pero tenemos una prisa tremenda.

—Le dije que ese eje delantero se balanceaba —se lamentó Sadie, recreándose en su acento de Georgia—. Menos mal que no estábamos en la autopista.

—Hay una gasolinera de la Esso a dos manzanas. —La mujer señaló al norte—. Supongo que podría acercarme dando un paseo con el bebé…

—Oh, nos salvaría la vida, señora —dijo Sadie. Abrió su bolso, sacó la cartera y le tendió un billete de veinte—. Déles esto a cuenta. Siento pedirle tanto, pero si no veo a Kennedy, me muero.

Eso hizo sonreír a la mujer del cochecito.

—Caramba, con esto pagaría dos grúas. Si lleva algo de papel en el bolso, podría escribirle un recibo…

—No pasa nada —dije yo—. Confiamos en usted. Pero dejaré una nota debajo del limpiaparabrisas.

Sadie me miró con gesto intrigado… pero aun así me tendió un bolígrafo y un cuadernillo con un niño bizco de dibujos animados en la cubierta, DÍAS DE KOLE, ponía, NUESTROS KERIDOS DÍAS DE SIESTA.

Mucho dependía de esa nota, pero no había tiempo para pensar en la redacción. La garabateé a toda prisa y la dejé, doblada, bajo el limpiaparabrisas. Al cabo de un momento habíamos doblado la esquina y nos alejábamos.