Metimos su maleta en el Chevrolet. Si deteníamos a Oswald (y no nos arrestaban), podíamos cambiar más tarde a su Escarabajo, que ella llevaría hasta Jodie, donde nadie se extrañaría de verlo en su sitio, en el camino de entrada. Si las cosas salían mal —si fallábamos, o cumplíamos nuestra misión solo para encontrarnos perseguidos por el asesinato de Lee—, no nos quedaría otra que correr. Podíamos correr más deprisa, más lejos y de forma más anónima en un Chevrolet V-8 que en un Volkswagen Escarabajo.
Sadie vio mi pistola cuando la metí en el bolsillo interior de mi chaqueta sport y dijo:
—No. Bolsillo exterior.
Alcé las cejas.
—Donde pueda cogerla si de pronto te sientes cansado y te dan ganas de echar una cabezadita.
Salimos al camino de entrada; Sadie se colgó al hombro la correa de su bolso. Había pronóstico de lluvia, pero a mí me parecía que ese día los meteorólogos iban a quedar en evidencia. El cielo se estaba despejando.
Antes de que Sadie pudiera entrar por el lado del copiloto, sonó una voz a mi espalda.
—¿Es su novia, señor?
Me volví. Era la niña de la comba que tenía acné. Solo que no era acné ni rubeola, y no me hizo falta preguntar por qué no estaba en clase. Tenía la varicela.
—Sí, lo es.
—Es guapa. Menos la… —Emitió un shik que, por grotesco que parezca, resultó casi simpático— de la cara.
Sadie sonrió. Mi aprecio por su entereza seguía creciendo… y nunca bajó.
—¿Cómo te llamas, cielo?
—Sadie —respondió la niña de la comba—. Sadie Van Owen. ¿Y tú?
—Bueno, no te lo vas a creer, pero también me llamo Sadie. La niña la miró con un cinismo desconfiado que era marca de la casa en Mercedes Street.
—¡No es verdad!
—Que sí. Sadie Dunhill. —Se volvió hacia mí—. Es toda una coincidencia, ¿no te parece, George?
En realidad, no me lo parecía, pero no tenía tiempo para comentarlo.
—Tengo que pedirte una cosa, señorita Sadie Van Owen. Sabes dónde paran los autobuses en Winscott Road, ¿verdad?
—Claro. —Puso los ojos en blanco de: «¿Te crees que soy tonta?»—. Escuchad, ¿vosotros dos habéis tenido la varicela?
Sadie asintió.
—Yo también —dije—, o sea que en eso estamos iguales. ¿Sabes qué autobús baja al centro de Dallas?
—El Número Tres.
—¿Y cada cuánto pasa el Tres?
—Creo que cada media hora, pero puede que sea cada quince minutos. ¿Por qué quieres el bus si tienes coche? Dos coches.
Noté por la expresión de Sadie la Grande que se estaba preguntando lo mismo.
—Tengo mis motivos. Y por cierto, mi viejo un submarino gobierna.
Sadie Van Owen sonrió de oreja a oreja.
—¿Te la sabes?
—Desde hace años —dije—. Entra, Sadie. Hay que ponerse en marcha.
Miré mi nuevo reloj. Eran las nueve menos veinte.