22/11/63 (viernes)
Me incorporé y la abracé sin siquiera pensarlo. Ella correspondió al abrazo, con todas sus fuerzas. Después la besé, saboreé su realidad: los aromas entremezclados de tabaco y Avon. El rastro de pintalabios era más leve; en su nerviosismo, se lo había quitado casi todo mordisqueándose. Olí su champú, su desodorante y, de fondo, el rastro aceitoso del sudor provocado por la tensión. Sobre todo, la toqué: la cadera, el pecho y el surco de la cicatriz en su mejilla. Estaba allí.
—¿Qué hora es? —Mi fiel Timex se había parado.
—Las ocho y cuarto.
—¿Estás de broma? ¡No puede ser!
—Lo son. Y no me sorprende, aunque a ti sí. ¿Cuánto hace que no duermes otra cosa que no sean esos desmayos de un par de horas?
Yo aún seguía intentando asimilar la idea de que Sadie estaba allí, en la casa de Fort Worth donde habían vivido Lee y Marina. ¿Cómo podía ser? Por el amor de Dios, ¿cómo? Y eso no era lo único. Kennedy también estaba en Fort Worth, y en ese preciso instante daba un discurso durante un desayuno de la Cámara de Comercio local en el hotel Texas.
—Tengo la maleta en mi coche —dijo Sadie—. ¿Llevaremos el Escarabajo adondequiera que vayamos o tu Chevy? Puede que sea mejor el Escarabajo. Es más fácil de aparcar. Es posible que tengamos que pagar un montón por un sitio, aun así, si no vamos ahora mismo. Los revendedores ya están colocados, moviendo sus banderitas. Los he visto.
—Sadie… —Sacudí la cabeza en un intento de despejarla y cogí mis zapatos. Me rondaban muchos pensamientos por la cabeza, muchísimos, pero volaban en remolino, como papeles en un ciclón, y no podía agarrar uno solo.
—Estoy aquí —dijo ella.
Sí. Ése era el problema.
—No puedes acompañarme. Es demasiado peligroso. Creía que te lo había explicado, pero a lo mejor no lo dejé lo bastante claro. Cuando intentas cambiarlo, el pasado muerde. Te arrancará la garganta de un mordisco a la mínima que pueda.
—Lo dejaste claro. Pero no puedes hacerlo solo. Afronta la realidad, Jake. Has ganado unos kilitos, pero sigues pareciendo un espantapájaros. Cojeas, y de mala manera. Tienes que parar y darle un descanso a la rodilla cada doscientos o trescientos pasos. ¿Qué harías si tuvieras que correr?
No dije nada. La escuchaba, eso sí. Mientras tanto, di cuerda a mi reloj y lo puse en hora.
—Y eso no es lo peor. Estás…, ¡hey! ¿Qué haces? —Le había agarrado el muslo.
—Me aseguro de que eres real. Todavía no me lo acabo de creer.
El Air Force One iba a aterrizar en Love Field al cabo de un poco más de tres horas. Alguien iba a entregar unas rosas a Jackie Kennedy. En sus otras paradas en Texas se las habían regalado amarillas, pero el ramo de Dallas sería rojo.
—Soy real y estoy aquí. Escúchame, Jake. Lo peor no es lo machacado que todavía estás. Lo peor es que aún te da por dormirte de repente. ¿No lo habías pensado?
Lo había pensado, y mucho.
—Si el pasado es tan malévolo como dices, ¿qué crees que pasará si consigues acercarte al hombre al que persigues antes de que pueda apretar el gatillo?
El pasado no era exactamente malévolo, esa no era una palabra adecuada, pero veía lo que Sadie quería decir y no tenía argumentos en contra.
—De verdad que no sabes en lo que te estás metiendo.
—Lo sé perfectamente. Y te olvidas de algo muy importante. —Me cogió las manos y me miró a los ojos—. No soy solo tu novia, Jake…, si eso es lo que soy aún para ti…
—Por eso mismo me cago de miedo al verte aparecer así.
—Dices que un hombre va a disparar al presidente, y tengo motivos para creerte, basándome en tus otras predicciones que se han hecho realidad. Hasta Deke está medio convencido. «Él sabía que Kennedy vendría antes de que Kennedy lo supiera», dijo. «El día y la hora exactos. Y sabía que su señora se apuntaría al paseo». Pero lo dices como si fueras la única persona a la que le importase. No lo eres. A Deke le importa. Estaría aquí si no tuviera treinta y ocho de fiebre. Y a mí me importa. No le voté, pero resulta que soy estadounidense, y eso lo convierte no solo en el presidente sino en mi presidente. ¿Te suena sensiblero?
—No.
—Bien. —Sus ojos no admitían réplica—. No tengo ninguna intención de permitir que un loco le dispare, ni tengo ninguna intención de dormirme.
—Sadie…
—Déjame terminar. No disponemos de mucho tiempo, o sea que tienes que escucharme bien. ¿Tienes las orejas limpias?
—Sí, señora.
—Bien. No vas a librarte de mí. Lo repito: no. Voy contigo. Si no me dejas entrar en tu Chevy, te seguiré con mi Escarabajo.
—Jesucristo —dije, y no supe si renegaba o rezaba.
—Si alguna vez nos casamos, haré lo que digas mientras seas bueno conmigo. Me criaron para creer que ese es el trabajo de una esposa. —Oh, hija de los sesenta, pensé—. Estoy dispuesta a dejar atrás todo lo que conozco y seguirte al futuro. Porque te quiero y porque creo que el futuro del que hablas existe de verdad. Probablemente nunca te dé otro ultimátum, pero ahora te doy uno. O haces esto conmigo o no lo haces y punto.
Reflexioné al respecto, y con detenimiento. Me pregunté si hablaba en serio. La respuesta era tan clara como la cicatriz de su cara.
Sadie, entretanto, miraba las niñas de tempera.
—¿Quién crees que las pintó? En realidad están bastante bien.
—Las dibujó Rosette —respondí—. Rosette Templeton. Volvió a Mozelle con su mamá cuando su padre tuvo un accidente.
—¿Y entonces te mudaste tú?
—No, al otro lado de la calle. Aquí se mudó una pequeña familia de apellido Oswald.
—¿Así se llama, Jake? ¿Oswald?
—Sí. Lee Oswald.
—¿Voy contigo?
—¿Tengo elección?
Sonrió y me puso la mano en la cara. Hasta que vi esa sonrisa de alivio, no tuve ni idea de lo asustada que debía de haber estado al despertarme.
—No, cariño —dijo—. No que yo vea. Por eso lo llaman ultimátum.