20

Regresé a Mercedes Street y leí mis novelas. Esperé a que el obstinado pasado me sacudiera como a una mosca molesta: que se me cayera el techo encima o se abriera un agujero que hundiera el 2703 en las profundidades. Limpié mi .38, la cargué, luego la descargué y volví a limpiarla. Casi esperaba desvanecerme en una de mis cabezadas repentinas —por lo menos así pasaría el tiempo—, pero no hubo suerte. Los minutos se sucedían con lentitud, hasta convertirse a regañadientes en una pila de horas, cada una de las cuales acercaba a Kennedy un poco más a ese cruce de Houston y Elm.

Ni un ataque de sueño repentino hoy, pensé. Se reservan para mañana. Cuando llegue el momento crítico, me quedaré inconsciente de golpe. Cuando vuelva a abrir los ojos, la tragedia se habrá consumado y el pasado se habrá protegido.

Podía suceder. Sabía que podía. Si era así, tenía una decisión que tomar: encontrar a Sadie y casarme con ella o volver y empezar de cero una vez más. Al pensar en ello, descubrí que no había decisión que tomar. No me quedaban fuerzas para regresar y comenzar de nuevo. Para bien o para mal, era el momento de la verdad. El último disparo del cazador.

Esa noche, los Kennedy, los Johnson y los Connally cenaron en Houston, en un acto organizado por la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos. La cocina fue argentina: ensalada rusa y guiso. Jackie dio el discurso de sobremesa, en español. Yo comí hamburguesas y patatas fritas… o lo intenté. Tras un par de bocados, también esa comida terminó en el cubo de la basura.

Me había leído ya las dos novelas de MacDonald. Pensé en sacar del maletero del coche mi propio libro inacabado, pero la idea de leerlo me ponía malo. Acabé sentado sin hacer nada en el sillón medio roto hasta que oscureció. Entonces fui al pequeño dormitorio donde habían dormido Rosette Templeton y June Oswald. Me tumbé con los zapatos quitados y la ropa puesta, y usé el cojín de la butaca del salón como almohada. Había dejado la puerta abierta y la lámpara encendida. A su luz distinguía a las niñas de tempera con sus pichis verdes. Sabía que me esperaba la clase de noche que haría que el largo día que acababa de pasar se me antojara corto; yacería allí desvelado, con los pies colgando del extremo de la cama y casi tocando el suelo, hasta que la primera luz del 22 de noviembre se colara por la ventana.

Fue larga. Me torturaba pensar en lo que podría haber sido, en lo que debería haber sido y en Sadie. Eso era lo peor. Echarla de menos y anhelarla de manera tan profunda era como una enfermedad física. En algún momento, probablemente mucho después de la medianoche (había renunciado a mirar el reloj; el lento movimiento de las manecillas resultaba demasiado deprimente), caí en un letargo profundo y sin sueños. Dios sabe cuánto hubiese dormido a la mañana siguiente si no me hubieran despertado. Alguien me zarandeaba con suavidad.

—Vamos, Jake. Abre los ojos.

Hice lo que me decían, aunque cuando vi quién se había sentado a mi lado en la cama, no dudé que estaba soñando. No podía ser de otra manera. Pero entonces estiré el brazo, toqué la pernera de sus vaqueros azules desgastados y noté el tejido bajo mi palma. Llevaba el pelo recogido, la cara casi desprovista de maquillaje, la desfiguración de su mejilla izquierda era clara y singular. Sadie. Me había encontrado.