21/11/63 (jueves)
No me apetecía desayunar más de lo que me había apetecido cenar la noche anterior, pero a las once de la mañana necesitaba un café desesperadamente. Medio litro o así parecía lo suyo. Cogí una de mis novelas de misterio nuevas —Slam the Big Door, se llamaba— y fui en coche al Happy Egg de la carretera de Braddock. El televisor de detrás de la barra estaba encendido, y vi un reportaje sobre la inminente llegada de Kennedy a San Antonio, donde lo recibirían Lyndon y Lady Bird Johnson. También se unirían a la fiesta el gobernador John Connally y su mujer, Nellie.
Sobre imágenes de Kennedy y su esposa cruzando la pista de la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews, en Washington, en dirección al blanquiazul avión presidencial, una corresponsal que parecía a punto de hacerse pis encima hablaba del nuevo peinado «blando» de Jackie, resaltado por una «desenfadada boina negra», y las suaves líneas de su «vestido camisero de dos piezas con cinturón, creación de su diseñador favorito, Oleg Cassini». Puede que Cassini fuera realmente su diseñador favorito, pero yo sabía que en el equipaje de la señora Kennedy en ese avión viajaba otro vestido. Su diseñadora era Coco Chanel. Era de lana rosa, con un cuello negro como accesorio. Y por supuesto estaba el sombrerito conjuntado para rematarlo. El vestido haría juego con las rosas que le entregarían en Love Field, aunque no tanto como la sangre que le salpicaría la falda, las medias y los zapatos.