En Mercedes Street reinaba un silencio casi total bajo un cielo encapotado. Las niñas de la comba no estaban a la vista —debían de estar en clase, quizá escuchando embelesadas mientras su maestra les hablaba de la inminente visita presidencial—, pero el cartel de SE ALQUILA volvía a estar clavado en la maltrecha barandilla del porche, como me esperaba. Incluía un teléfono. Conduje hasta el aparcamiento del almacén de Montgomery Ward y llamé desde la cabina cercana al muelle de carga. No me cabía la menor duda de que el hombre que respondió con un lacónico «Sí, al habla Merritt» era el mismo que había alquilado el 2703 a Lee y Marina. Aún veía su sombrero Stetson y sus chillonas botas remendadas.
Le dije lo que quería y se rio con incredulidad.
—No alquilo por semanas. Ésa es una buena casa, forastero.
—Es un cuchitril —repliqué—. He estado dentro, lo sé.
—Espere un momento, mecachis…
—No, señor, espere usted. Le daré cincuenta pavos por malvivir en ese agujero durante el fin de semana. Eso es casi el alquiler de un mes entero, y usted podrá volver a colgar el cartel en la ventana este mismo lunes.
—¿Por qué va usted a…?
—Porque viene Kennedy y todos los hoteles de Dallas-Fort Worth están llenos. He recorrido un largo camino para verlo, y no pienso acampar en el parque Fair ni en Dealey Plaza.
Oí el chasquido y el siseo de un mechero mientras Merritt recapacitaba.
—El tiempo corre —dije—. Tictac.
—¿Cómo se llama, forastero?
—George Amberson. —Casi deseaba haberme instalado sin molestarme en llamar. Había estado a punto de hacerlo, pero una visita del Departamento de Policía de Fort Worth era lo último que necesitaba. Dudaba que a los residentes de una calle en la que estallaban gallinas por los aires para celebrar las fiestas les importase un pito que alguien ocupara una casa ilegalmente, pero más valía prevenir. Ya no caminaba alrededor del castillo de naipes; estaba viviendo dentro.
—Nos vemos delante de la casa dentro de media hora, cuarenta y cinco minutos.
—Estaré dentro —dije—. Tengo llave.
Más silencio. Después:
—¿De dónde la ha sacado?
No tenía intención de delatar a Ivy, aunque siguiera en Mozelle.
—De Lee. Lee Oswald. Me la dio para que pudiera regarle las plantas.
—¿Ese mierdecilla tenía plantas?
Colgué y volví en coche al 2703. Mi casero temporal, llevado quizá por la curiosidad, llegó en su Chrysler apenas quince minutos después. Llevaba su Stetson y sus botas de fardar. Yo esperaba sentado en el salón, escuchando cómo discutían los fantasmas de unas personas que aún vivían. Tenían mucho que decir.
Merritt quería sonsacarme información sobre Oswald: ¿de verdad era un maldito comunista? Le expliqué que no, que era un buen chico de Luisiana que trabajaba en un sitio con vistas al desfile del presidente el viernes. Le dije que esperaba que Lee me dejara compartir su mirador privilegiado.
—¡Puto Kennedy! —casi gritó Merritt—. Ése sí que es un comunista. Alguien tendría que llenar de plomo a ese malnacido hasta que no se meneara.
—Que tenga un buen día —le dije mientras abría la puerta.
Se fue, pero no muy satisfecho. Estamos hablando de un tipo acostumbrado a que los inquilinos se arrastraran y le rindiesen pleitesía. Se volvió en el agrietado e irregular camino de cemento.
—Deje la casa tan bien como la ha encontrado, ¿entendido?
Paseé la mirada alrededor del salón, con su alfombra mohosa, su yeso descascarillado y su sillón cojo.
—Eso no será ningún problema —dije.
Volví a sentarme e intenté sintonizar de nuevo con los fantasmas: Lee y Marina, Marguerite y De Mohrenschildt. En lugar de eso sucumbí a uno de mis accesos de sueño fulminantes. Cuando desperté, pensé que la cantinela que oía debía de proceder de un sueño que se evaporaba.
—¡Charlie Chaplin se fue a FRANCIA! ¡Para ver a las damas que DANZAN!
Seguía allí cuando abrí los ojos. Fui a la ventana y miré. Las niñas de la comba estaban un poco más altas y mayores, pero eran ellas, sin duda, el Trío Terrible. La del medio tenía granitos, aunque parecía al menos cuatro años demasiado joven para el acné adolescente. Quizá fuera rubeola.
—¡Saluda al Capitán!
—Saluda a la Reina —musité, y fui al baño a lavarme la cara. El agua que escupió el grifo estaba herrumbrosa pero lo bastante fría para acabar de despabilarme. Había cambiado mi reloj roto por un Timex barato, y vi que eran las dos y media. No tenía hambre, pero decidí comer algo, de modo que conduje hasta la Barbacoa del señor Lee. En el camino de vuelta, paré en una tienda para comprar otra caja de polvos para la jaqueca. También adquirí un par de novelas de bolsillo de John D. MacDonald.
Las niñas de la comba no estaban. En Mercedes Street, por lo general ruidosa, reinaba un silencio extraño. Como una obra antes de que suba el telón para el último acto, pensé. Entré para comer lo que había comprado pero, aunque las costillas estaban tiernas y olían de maravilla, acabé vomitándolo casi todo.