En vez de volver a Eden Fallows, conduje hasta el centro de Dallas y paré en una tienda de artículos deportivos para comprar un kit de limpieza de armas y una caja de munición. Lo último que quería era que el .38 fallara o me explotase en la cara.
Mi siguiente parada fue el Adolphus. No había habitaciones libres hasta la semana siguiente, me dijo el botones —todos los hoteles de Dallas estaban llenos con motivo de la visita del presidente—, pero, por una propina de un dólar, aparcó de mil amores mi coche en el aparcamiento del hotel.
—Sin embargo, tiene que irse antes de las cuatro. Es cuando empieza a llenarse la recepción.
Para entonces era mediodía. Solo me separaban tres o cuatro manzanas de Dealey Plaza, pero me tomé mi tiempo para llegar hasta allí. Estaba cansado y mi dolor de cabeza había empeorado a pesar de un sobre de polvos Goody. Los tejanos conducen con el claxon, y cada pitada me taladraba el cerebro. Hice muchos descansos, apoyado en las paredes de los edificios y plantado sobre mi pierna buena como una garza. Un taxista fuera de servicio me preguntó si estaba bien; le aseguré que sí. Era mentira. Me sentía angustiado y agobiado. Un hombre con una rodilla hecha cisco realmente no debería cargar a la espalda el futuro del mundo.
Deposité mi agradecido trasero en el mismo banco en el que me había sentado en 1960, apenas días después de llegar a Dallas. El olmo que me había dado sombra entonces entrechocaba hoy sus ramas desnudas. Estiré la rodilla dolorida, suspiré de alivio y después devolví mi atención al feo cubo de ladrillo del Depósito de Libros. Las ventanas que daban a las calles Houston y Elm centelleaban al gélido sol de la tarde. «Sabemos un secreto —decían—. Vamos a ser famosas, sobre todo la de la esquina sudeste del sexto piso. Seremos famosas, y no puedes impedírnoslo». Una sensación de estúpida amenaza rodeaba el edificio. ¿Y era yo el único que lo pensaba? Observé cómo varias personas se cambiaban a la otra acera de Elm Street cuando pasaban por delante y concluí que no. Lee estaba dentro de ese cubo en ese preciso instante, y no me cabía duda de que estaba pensando muchas de las mismas cosas que pensaba yo. ¿Puedo hacerlo? ¿Lo haré? ¿Es mi destino?
Robert ya no es tu hermano, pensé. Ahora tu hermano soy yo, Lee, tu hermano de armas. Lo que pasa es que no lo sabes.
Detrás del Depósito, en la estación de tren, sonó el pitido de un motor. Una bandada de palomas de collar emprendió el vuelo. Sobrevolaron en círculos el cartel de Hertz de la azotea del Depósito y se alejaron en dirección a Fort Worth.
Si lo mataba antes del día 22, Kennedy se salvaría, pero yo casi con toda seguridad me pasaría en la cárcel o en un hospital psiquiátrico veinte o treinta años. Pero ¿y si lo mataba el 22 mismo? ¿Tal vez mientras montaba su fusil?
Esperar hasta tan tarde en la partida conllevaría un riesgo terrible que había intentado evitar por todos los medios, pero creía que podía hacerse y a esas alturas probablemente era mi mejor oportunidad. Hubiese sido más seguro con un socio que me ayudase a efectuar mis jugadas, pero solo tenía a Sadie y no pensaba involucrarla. Ni siquiera, comprendí desolado, si eso significaba que Kennedy moriría o que yo acabaría en la cárcel. Ella ya había sufrido bastante.
Empecé a volver lentamente al hotel para recuperar mi coche. Eché un último vistazo hacia atrás al Depósito de Libros. Me estaba mirando. No me cabía duda. Y por supuesto la historia iba a terminar allí, había sido un iluso al imaginar otra cosa. Se me había llevado hasta esa mole de ladrillo como a una vaca por la rampa del matadero.