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Conduje (aún poco a poco, pero cada vez con más confianza) hasta la otra punta de la ciudad, a Neely Oeste, preguntándome qué haría si la planta baja estaba ocupada. Comprar una pistola nueva, supuse…, pero el .38 Especial de la policía era la que quería, aunque solo fuera porque había tenido una igual en Derry y aquella misión había sido un éxito.

Según el locutor Frank Blair del boletín Today, Kennedy se había desplazado a Miami, donde lo había recibido una nutrida muchedumbre de cubanos. Algunos sostenían en alto carteles que decían VIVA JFK, mientras que otros mostraban una pancarta que rezaba KENNEDY ES UN TRAIDOR A NUESTRA CAUSA. Si nada cambiaba, le quedaban setenta y dos horas. Oswald, al que solo le quedaba un poquito más, estaría en el Depósito de Libros, quizá cargando cajas de cartón en los montacargas, quizá en la sala de descanso tomando un café.

Tal vez pudiera liquidarlo allí —acercarme como si tal cosa y llenarlo de plomo—, pero se me echarían encima y me tumbarían. Después del disparo mortal, si tenía suerte. Antes, si no. En cualquier caso, la próxima vez que viera a Sadie Dunhill sería a través de un cristal reforzado con alambres. Si tenía que entregarme para parar los pies a Oswald —«sacrificarme», por recurrir al lenguaje heroico—, me creía capaz de hacerlo. Pero no quería que la cosa acabara así. Quería a Sadie y quería mi bizcocho.

Había una barbacoa en el jardín del 214 de Neely Oeste, y una mecedora nueva en el porche, pero las persianas estaban cerradas y no había ningún coche en el camino de entrada. Aparqué delante, me dije que de los cobardes nada se ha escrito y subí los escalones. Me planté donde se había situado Marina el 10 de abril, cuando había ido a visitarme, y llamé como había llamado ella. Si alguien abría la puerta, yo sería Frank Anderson, de ronda por el barrio para promocionar la Enciclopedia Británica (era demasiado viejo para ir vendiendo el periódico Grit). Si la señora de la casa demostraba interés, prometería volver con mi maletín de muestras al día siguiente.

No respondió nadie. A lo mejor la señora de la casa también trabajaba. A lo mejor estaba por el barrio, visitando a una vecina. A lo mejor estaba durmiendo la mona en el dormitorio que había sido mío no hacía mucho. Se me daba un ardite, como decimos en la Tierra de Antaño. El lugar estaba tranquilo, que era lo que importaba, y no pasaba nadie por la acera. Ni siquiera estaba a la vista la señora Alberta Hitchinson, la centinela del barrio con su andador.

Bajé del porche con mi cojera de cangrejo, me alejé por el camino, di media vuelta como si hubiera olvidado algo y miré bajo los escalones. El .38 estaba allí, medio sepultado por las hojas, de entre las que asomaba el cañón chato. Hinqué la rodilla buena, pesqué el arma y la guardé en el bolsillo lateral de mi chaqueta sport. Miré a mi alrededor y no vi a nadie que me observara. Cojeé hasta mi coche, metí la pistola en la guantera y arranqué.