8

Golpecitos sobre cristal. Luego una voz:

—¿… bien? Señor, ¿se encuentra bien?

Abrí los ojos, al principio sin tener ni idea de dónde estaba. Miré a mi izquierda y vi a un policía de uniforme dando golpecitos en la ventanilla de la puerta del conductor de mi Chevy. Entonces lo recordé. A mitad de camino hacia Eden Fallows, cansado, emocionado y aterrorizado al mismo tiempo, me había asaltado esa sensación de Voy a dormirme. Había parado de inmediato en un oportuno aparcamiento. Eso había sido alrededor de las dos. Viendo la luz menguante calculé que debían de ser alrededor de las cuatro.

Bajé la ventanilla con la manivela y dije:

—Lo siento, agente. De golpe me ha entrado mucho sueño y me ha parecido más seguro parar.

Asintió.

—Sí, sí, es lo que tiene la bebida. ¿Cuántas se ha tomado antes de subirse al coche?

—Ninguna. Sufrí una lesión cerebral hace unos meses. —Giré el cuello para que viera los puntos donde todavía no me había crecido el pelo.

Estaba medio convencido, pero aun así me pidió que le echara el aliento a la cara. Eso acabó de persuadirlo.

—Enséñeme el carnet —dijo.

Le mostré mi permiso de conducir de Texas.

—¿No pensará conducir hasta Jodie, verdad?

—No, agente, solo hasta el norte de Dallas. Me alojo en un centro de rehabilitación llamado Eden Fallows.

Estaba sudando. Esperaba que, si el policía lo veía, lo considerase normal en un hombre que había echado una siesta en un coche cerrado en un día de noviembre tirando a cálido. También esperaba —fervientemente— que no me pidiera que le enseñara lo que llevaba en el maletín que tenía a mi lado en el asiento delantero. En 2011, podía negarme a esa petición aduciendo que dormir en mi coche no era causa probable. Qué caray, el aparcamiento ni siquiera era de pago. En 1963, sin embargo, un policía podía ponerse a rebuscar. No encontraría drogas, pero dinero en efectivo, un manuscrito con la palabra «crimen» en el título y un cuaderno lleno de excentricidades alucinatorias sobre Dallas y JFK. ¿Me llevarían a la comisaría más cercana para interrogarme o de vuelta al Parkland para someterme a un examen psiquiátrico? ¿Tardaban demasiado los Waltons en darse las buenas noches?

Me miró durante un momento, grande y rubicundo, un policía como pintado por Normal Rockwell que no hubiera desentonado en una portada del Saturday Evening Post. Entonces me devolvió el permiso.

—De acuerdo, señor Amberson. Vuelva a ese sitio, Fallows, y le sugiero que aparque el coche para toda la noche cuando llegue. Tiene mala cara, con siesta o sin ella.

—Eso es exactamente lo que pienso hacer.

Lo vi por el retrovisor mientras me alejaba, observándome. Tenía la certeza de que me dormiría otra vez antes de perderlo de vista. Esa vez no habría previo aviso; se me iría el coche, me subiría a la acera y quizá incluso me llevaría por delante a un peatón o tres antes de empotrarme contra el escaparate de una tienda de muebles.

Cuando por fin aparqué delante de mi pequeña casita con la rampa que llevaba a la entrada, me dolía la cabeza, me lagrimeaban los ojos y la rodilla me palpitaba…, pero mis recuerdos de Oswald se conservaban firmes y claros. Tiré mi maletín sobre la mesa de la cocina y llamé a Sadie.

—Te he llamado cuando he llegado a casa después de la escuela, pero no estabas —dijo ella—. Me tenías preocupada.

—Estaba al lado, jugando al cribbage con el señor Kenopensky. —Esas mentiras eran necesarias. Tenía que recordarlo. Y debía decirlas con soltura, porque ella me conocía.

—Bueno, eso está bien. —Luego, sin hacer una pausa o cambiar de inflexión—. ¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama el hombre?

Lee Oswald. Casi me lo saca por sorpresa.

—To… todavía no lo sé.

—Has dudado. Lo he oído.

Esperé a que cayera la acusación agarrando el teléfono con tanta fuerza que me dolía.

—Esta vez casi te ha salido de sopetón, ¿o no?

—He notado algo —reconocí con cautela.

Charlamos durante quince minutos mientras yo observaba el maletín con las notas de Al dentro. Me pidió que la llamara más tarde. Se lo prometí.