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Los recuerdos volvieron en tropel mientras trataba de recobrar el aliento en el cubículo del banco.

Ivy y Rosette en Mercedes Street. Apellido Templeton, como el de Al.

Las niñas de la comba: «Mi viejo un submarino go-bier-na». Silent Mike (Holy Mike) de Electrónica Satélite. George de Mohrenschildt rasgándose la camisa como Superman.

Billy James Hargis y el general Edwin A. Walker.

Marina Oswald, la hermosa rehén del asesino, plantada en mi puerta del 214 de Neely Oeste: «Pierdone, por favor, ¿ha visto a mi es-potka?».

El Depósito de Libros Escolares de Texas.

Sexto piso, ventana sudeste. La que mejor vista tenía de Dealey Plaza y Elm Street, donde se curvaba hacia el Triple Paso Inferior.

Empecé a estremecerme. Me agarré con fuerza los bíceps con los brazos cruzados sobre el pecho. Eso hizo que el izquierdo —roto por la tubería envuelta en fieltro— me doliera, pero no me importó. Me alegré. El dolor me ataba al mundo.

Cuando los temblores por fin remitieron, metí en el maletín el manuscrito inacabado, el preciado cuaderno azul y todo lo demás. Estiré el brazo hacia el botón que avisaría a Melvin y entonces eché un último vistazo al fondo de la caja. Allí encontré dos objetos más. Uno era el anillo barato que había adquirido en una casa de empeños para respaldar mi tapadera en Electrónica Satélite. El otro era el sonajero rojo que había pertenecido a la hija de los Oswald (June, no April). El sonajero fue al maletín y la alianza al bolsillo de mis pantalones dedicado al reloj. La tiraría de camino a casa. Cuando llegase el momento, si llegaba, Sadie recibiría una mucho mejor.