17/11/63 (domingo)
Sadie quería fregar los platos después de la cena, pero le dije que no perdiera tiempo y preparase su bolsa de viaje. Era pequeña y azul, con las esquinas redondeadas.
—Tu rodilla…
—Mi rodilla sobrevivirá a unos cuantos platos. Si quieres dormir ocho horas tienes que ponerte en marcha enseguida.
Diez minutos más tarde los platos estaban limpios, yo tenía las puntas de los dedos como pasas y Sadie estaba en la puerta. Con su pequeña bolsa de viaje en las manos y el pelo ondulado en torno a la cara, nunca me había parecido más guapa.
—¿Jake? Dime una cosa buena sobre el futuro.
Me sorprendió lo poco que se me ocurría. ¿Los teléfonos móviles? No. ¿Los atentados suicidas? Probablemente no. ¿El deshielo de los casquetes polares? A lo mejor en otro momento.
Entonces sonreí.
—Te daré dos por el precio de una. La guerra fría se acaba y el presidente es negro.
Sadie empezó a sonreír y luego vio que no bromeaba. Se quedó boquiabierta.
—¿Me estás diciendo que hay un negro en la Casa Blanca?
—En efecto. Aunque en mi época prefieren que los llamen afroamericanos.
—¿Hablas en serio?
—Sí. Del todo.
—¡Dios mío!
—Mucha gente dijo exactamente eso el día después de las elecciones.
—¿Está… haciendo un buen trabajo?
—Hay disparidad de opiniones. Si quieres la mía, lo está haciendo todo lo bien que cabría esperar, dadas las complejidades.
—Sabiendo eso, creo que volveré a Jodie… —se rio como una loca— en una nube.
Bajó la rampa, metió la bolsa en el cubículo que hacía las veces de maletero de su Escarabajo y me lanzó un beso. Iba a sentarse, pero no podía dejar que se fuera de esa manera. No podía correr —según el doctor Perry para eso me faltaban aún ocho meses, tal vez un año—, pero cojeé rampa abajo tan rápido como pude.
—¡Espera, Sadie, espera un segundo!
El señor Kenopensky estaba sentado ante el apartamento de al lado en su silla de ruedas, arrebujado en una chaqueta y con su Motorola a pilas en el regazo. En la acera, Norma Whitten avanzaba con su paso cansino hacia el buzón de la esquina, ayudándose con un par de varas de madera que tenían más pinta de bastones de esquí que de muletas. Se volvió y nos saludó con la mano, intentando levantar el lado paralizado de su cara en una sonrisa.
Sadie me miró intrigada en el crepúsculo.
—Solo quería decirte una cosa —aclaré—. Quería decirte que eres lo mejor que me ha pasado en mi puñetera vida. Se rio y me abrazó.
—Lo mismo digo, gentil caballero.
Nos besamos largo y tendido, y podría haberla besado durante más tiempo todavía de no haber sido por la seca palmada que sonó a nuestra derecha. El señor Kenopensky estaba aplaudiendo.
Sadie se apartó, pero me cogió por las muñecas.
—Llámame, ¿vale? Mantenme… ¿cómo es eso que dices? ¿Al loro?
—Eso es, y eso haré. —No tenía ninguna intención de mantenerla al loro. Tampoco a Deke ni a la policía.
—Porque esto no puedes hacerlo solo, Jake. Estás demasiado débil.
—Ya lo sé —dije, pensando: Más vale que no tengas razón—. Llámame para que sepa que has llegado bien.
Cuando su Escarabajo dobló la esquina y desapareció, el señor Kenopensky dijo:
—Le conviene esmerarse, Amberson. Esa chica es de las buenas.
—Lo sé. —Esperé al pie del camino de entrada lo suficiente para asegurarme de que la señora Whitten regresaba de la excursión al buzón sin caerse.
Lo consiguió.
Volví adentro.