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No creo que estuviera inconsciente durante mucho tiempo, porque los rombos de luz del sol sobre el linóleo no parecían haberse movido. Tenía sabor a cobre mojado en la boca. Escupí al suelo sangre medio coagulada, junto con un fragmento de diente, y me dispuse a levantarme. Tuve que agarrarme a una de las sillas de la cocina con mi mano sana, y después a la mesa (que estuvo a punto de caérseme encima), pero en general fue más fácil de lo que pensaba. Sentía la pierna izquierda entumecida y los pantalones me apretaban a media altura, donde la rodilla se estaba hinchando como me habían prometido, pero pensé que podría haber sido mucho peor.

Miré por la ventana para asegurarme de que la furgoneta no estaba y luego emprendí una lenta y coja travesía al dormitorio. El corazón me palpitaba en el pecho con latidos enormes y blandos. Cada uno de ellos me retumbaba en la nariz rota y hacía que vibrase el lado izquierdo inflamado de mi cara, donde el pómulo debía de estar roto o casi. También me palpitaba de dolor la nuca. Tenía el cuello rígido.

Podría haber sido peor, me dije mientras avanzaba arrastrando los pies hacia el baño. Te tienes en pie, ¿o no? Coge la condenada pistola, métela en la guantera y ve en coche a urgencias. Estás básicamente entero. A buen seguro, mejor que Dick Tiger esta mañana.

Pude seguir diciéndome eso hasta que estiré la mano hacia el último estante del armario. Al hacerlo, algo primero dio un tirón en mis tripas… y luego pareció rodar. El calor sordo centrado en mi costado izquierdo se encendió como las brasas cuando les echas gasolina. Posé las puntas de los dedos en la culata de la pistola, la giré, colé un pulgar por el guardamonte y tiré para bajarla del estante. Cayó al suelo y rebotó hasta el dormitorio.

Probablemente ni siquiera está cargada. Me agaché para recogerla. Mi rodilla izquierda dio un grito y cedió. Caí al suelo y el dolor de mi barriga volvió a avivarse. Cogí la pistola, sin embargo, e hice rodar el tambor. Resultó que estaba cargada. Todas las recámaras. Me la guardé en el bolsillo e intenté arrastrarme de vuelta a la cocina, pero la rodilla dolía demasiado. El dolor de cabeza era peor todavía, y extendía unos tentáculos oscuros desde su pequeña cueva en mi nuca.

Llegué hasta la cama sobre la panza, con movimientos de nadador. Una vez allí, logré izarme usando el brazo y la pierna derechos. La pierna izquierda me sostenía, pero estaba perdiendo flexión en la rodilla. Tenía que salir de allí, y enseguida.

Debía de parecer Chester, el ayudante cojo del sheriff de La ley del revólver, mientras salía del dormitorio, cruzaba la cocina y llegaba a la puerta de entrada, abierta, colgando y con astillas alrededor del pestillo. Recuerdo que incluso pensé ¡Señor Dillon, señor Dillon, hay pelea en el Long Branch!

Superé el porche, agarrándome al pasamanos con la mano derecha, y bajé como un cangrejo los escalones. Solo había cuatro, pero mi dolor de cabeza empeoraba cada vez que me dejaba caer en uno. Me parecía que estaba perdiendo visión periférica, lo que no podía ser bueno. Intenté volver la cabeza para ver mi Chevrolet, pero el cuello no quería cooperar. Conseguí pivotar con todo el cuerpo arrastrando los pies y, cuando tuve el coche a la vista, comprendí que conducir era imposible. Incluso abrir la puerta del copiloto y esconder la pistola en la guantera era imposible: inclinarme haría que el dolor y el calor de mi costado estallaran de nuevo.

Saqué con torpeza el .38 Especial del bolsillo y volví al porche. Me agarré a la barandilla de la escalera y escondí la pistola bajo los escalones. Tendría que bastar. Volví a enderezarme y reemprendí mi lenta travesía por el camino que llevaba a la calle. Pasitos, me dije. Pasitos muy pequeños.

Dos chavales se acercaban en bici. Intenté decirles que necesitaba ayuda, pero lo único que salió de mi boca hinchada fue un seco jjjaaaajjj. Se miraron y pedalearon más deprisa mientras me rodeaban.

Giré a la derecha (mi rodilla inflamada hacía que ir a la izquierda pareciese la peor idea del mundo) y empecé a avanzar con paso vacilante por la acera. Mi visión seguía estrechándose; ya se diría que miraba por una tronera o desde la boca de un túnel. Por un momento eso me hizo pensar en la chimenea caída en la fundición Kitchener, en Derry.

Llega a Haines Avenue, me dije. Allí habrá tráfico. Tienes que llegar al menos hasta allí.

Pero ¿me dirigía a Haines Avenue o me alejaba de ella? No me acordaba. El mundo visible se había reducido a un nítido círculo de unos quince centímetros de diámetro. La cabeza me estallaba; en mis tripas ardía un incendio forestal. Cuando caí, me pareció que lo hacía a cámara lenta y la acera se me antojó tan blanda como una almohada de plumas.

Antes de que pudiera desmayarme, noté un golpecito. Algo duro y metálico. Una voz ronca diez o quince kilómetros por encima de mí dijo:

—¡Oye! ¡Oye, chico! ¿Qué te pasa?

Me puse boca arriba. El movimiento me exigió las pocas fuerzas que me quedaban, pero lo conseguí. A gran altura sobre mí estaba la anciana que me había llamado cobarde cuando me negué a separar a Lee y Marina el Día de la Cremallera. Podría haber sido ese mismo día, porque, a pesar del calor de agosto, llevaba una vez más el camisón de franela rosa y la chaqueta acolchada. Tal vez porque todavía tenía presente el boxeo en lo que me quedaba de cabeza, su pelo tieso hacia arriba me recordó ese día al de Don King, en vez de al de Elsa Lanchester. Me había tanteado con una de las patas delanteras de su andador.

—Aydiosmío —dijo—. ¿Quién te ha pegado?

Era una larga historia y no podía contarla. La oscuridad se me echaba encima, y me alegraba porque el dolor de mi cabeza me estaba matando. Al tuvo cáncer de pulmón, pensé. Yo he tenido a Akiva Roth. En cualquier caso, se acabó lo que se daba. Gana Ozzie.

No si podía evitarlo.

Haciendo acopio de todas mis fuerzas, hablé a la cara que estaba encima de la mía, lo único luminoso que quedaba en la oscuridad creciente.

—Llame… nueve, uno, uno.

—¿Qué es eso?

Pues claro que no lo sabía. El nueve, uno, uno no se había inventado aún. Aguanté lo suficiente para hacer otro intento.

—Ambulancia.

Creo que lo repetí, pero no estoy seguro. Fue entonces cuando la oscuridad se me tragó.