Dos de los matones de Roth me llevaron a rastras a la cocina. El tercero era el de la tubería. Iba envuelta con tiras de fieltro oscuro. Lo vi cuando la dejó con cuidado sobre la mesa en la que había disfrutado de muchas buenas comidas. Se puso unos guantes amarillos de cuero sin curtir.
Roth se apoyó en el quicio de la puerta, sin variar su plácida sonrisa.
—Eduardo Gutiérrez tiene sífilis —anunció—. Le ha llegado al cerebro. Estará muerto dentro de dieciocho meses, pero ¿sabes qué? No le importa. Cree que volverá como emirato árabe o no sé qué cojones. ¿Qué te parece?
Responder a observaciones incongruentes —en cócteles, medios de transporte públicos o colas en la taquilla del cine— ya es de por sí complicado, pero se hace muy, pero que muy difícil cuando dos hombres te sujetan y un tercero está a punto de pegarte una paliza. De modo que no dije nada.
—La cuestión es que te tenía entre ceja y ceja. Ganaste apuestas que no podías ganar. A veces perdías, pero a Eddie G. se le metió en la cabeza que, cuando perdías, lo hacías a propósito. ¿Sabes? Luego te forraste con el Derbi y decidió que eras, no sé, una especie de chisme telepático capaz de ver el futuro. ¿Sabías que quemó tu casa?
No dije nada.
—Después —prosiguió Roth—, cuando esos gusanillos empezaron a roerle en serio el cerebro, empezó a pensar que eras una especie de vampiro o demonio. Hizo correr la voz por el Sur, el Oeste y el Medio Oeste. «Buscad a ese tal Amberson y acabad con él. Matadlo. El tipo no es normal. Me lo olía pero no presté atención. Ahora miradme, enfermo y moribundo. Y es culpa de ese tipo. Es un vampiro, un demonio o algo así». Una locura, ¿sabes? Chaladuras.
No dije nada.
—Carmo, me parece que mi amigo Georgie no me escucha. Creo que se está durmiendo. Dale un toque para que despierte.
El hombre de los guantes amarillos de cuero me lanzó un uppercut estilo Tom Case desde su cadera hasta el lado izquierdo de mi cara. Noté un estallido de dolor en la cabeza y durante unos instantes lo vi todo al otro lado de una neblina escarlata.
—Vale, ya pareces un poco más despabilado —dijo Roth—. ¿Por dónde iba? Ah, ya lo sé. Que te convertiste en el hombre del saco particular de Eddie G. Por la sífilis, eso lo sabíamos todos. Si no hubieras sido tú, habría sido el perro de un barbero o una chica que lo hubiera pajeado con demasiada fuerza en el autocine a los dieciséis años. A veces no recuerda ni su propia dirección y tiene que llamar a alguien para que lo lleve. Triste, ¿no? Son esos gusanos en su cabeza. Pero todo el mundo le sigue la corriente, porque Eddie siempre fue buen tipo. Era muy gracioso contando chistes, macho, llorabas de la risa. Nadie pensaba siquiera que fueses real. Entonces el hombre del saco de Eddie G. se presenta en Dallas, en mi local. ¿Y qué pasa? El hombre del saco apuesta a que los Piratas ganarán a los Yankees, algo que todo el mundo sabe que no va a pasar, y además en siete partidos, cuando todo el mundo sabe que la Serie no durará tanto.
—Fue pura suerte —dije. Mi voz sonaba pastosa, porque se me estaba hinchando el lado de la boca—. Una apuesta impulsiva.
—Eso es una estupidez, y la estupidez siempre se paga. Carmo, reviéntale la rodilla a este hijoputa estúpido.
—¡No! —exclamé—. ¡No, por favor, no hagas eso!
Carmo sonrió como si hubiera dicho algo gracioso, cogió de la mesa la tubería envuelta en fieltro y la blandió contra mi rodilla izquierda. Oí un estallido sordo allí abajo. Como un nudillo grande. El dolor fue atroz. Me tragué un grito y me desplomé contra los hombres que me sujetaban, que volvieron a erguirme a empujones.
Roth estaba plantado en la entrada, con las manos en los bolsillos y su alegre sonrisa plácida en la cara.
—Vale. Bien. Eso se hinchará, por cierto. No te creerás lo gorda que se va a poner. Pero oye, tú te lo has buscado. Entretanto, los hechos, señora, los hechos y nada más. —Los matones que me sostenían se rieron—. Es un hecho que nadie vestido como ibas vestido tú el día en que viniste a mi local hace una apuesta como ésa. Para un hombre vestido como tú, una apuesta impulsiva son diez dólares, veinte como mucho. Pero los Piratas ganaron, eso también es un hecho. Y empiezo a creer que a lo mejor Eddie G. tenía razón. No en que eres un demonio, un vampiro o un chisme con poderes extrasensoriales, ni mucho menos, sino en que a lo mejor sí conoces a alguien que conoce a alguien. ¿No será que la cosa está amañada y está previsto que los Piratas ganen en siete?
—Nadie amaña el béisbol, Roth. No desde los Black Sox en 1919. Llevas una casa de apuestas, deberías saberlo.
Alzó las cejas.
—¡Sabes cómo me llamo! Oye, a lo mejor sí que tienes poderes. Pero no dispongo de todo el día.
Echó un vistazo a su reloj, como para confirmarlo. Era grande y aparatoso, probablemente un Rolex.
—Intento ver dónde vives cuando vienes a cobrar, pero tapas la dirección con el pulgar. No pasa nada. Lo hace mucha gente. Decido que lo dejaré correr. ¿Tendría que haber mandado a unos muchachos calle abajo para que te pegaran una paliza, a lo mejor hasta matarte, para que Eddie G. no siga comiéndose lo que le queda de coco? ¿Solo porque un tipo hizo una apuesta suicida y me sacó doce mil? A tomar por culo; Eddie G. no se enteraría, y ojos que no ven… Además, si te quitaba de en medio, lo único que haría él sería empezar a pensar en otra cosa. A lo mejor que Henry Ford era el Annie Cristo o algo así. Carmo, otra vez no me escucha ¡y eso me cabrea!
Carmo arremetió con la tubería hacia mi vientre. Me alcanzó debajo de las costillas con fuerza paralizadora. Hubo dolor, primero irregular, después envuelto en una creciente explosión de calor, como una bola de fuego.
—Duele, ¿eh? —dijo Carmo—. Eso llega al alma.
—Creo que has desgarrado algo —protesté. Oí el ronco sonido de una máquina de vapor y caí en la cuenta de que era yo, jadeando.
—Eso espero, joder —dijo Roth—. ¡Te dejé ir, tonto del culo! ¡Te dejé ir, joder! ¡Me olvidé de ti! Luego te presentas donde Frank en Fort Worth para apostar en el puto combate Case-Tiger. El mismo modelo exacto: una apuesta gorda al que todos dan por perdedor con la mejor cuota que puedas conseguir. Esta vez predices el puto asalto exacto. O sea que te diré lo que va a pasar, amigo mío: me vas a contar cómo lo sabías. Si lo haces, te saco unas fotos tal y como estás ahora y Eddie G. se llevará una alegría. Sabe que no puede matarte, porque Carlos le dijo que no, y Carlos es el único al que hace caso, incluso ahora. Pero si te ve hecho una mierda…, qué digo, todavía no estás lo bastante hecho mierda. Machácalo un poco más, Carmo. Arréglale la cara.
De manera que Carmo me machacó la cara mientras los otros dos me sujetaban. Me rompió la nariz, me cerró el ojo izquierdo, me saltó unos cuantos dientes y me hizo un corte en la mejilla izquierda. Yo no paraba de pensar Me desmayaré o me matará, en cualquier caso el dolor cesará. Pero no me desmayé, y en algún momento Carmo lo dejó. Le oía respirar ruidosamente y vi salpicaduras rojas en sus guantes amarillos de cuero. El sol atravesaba las ventanas de la cocina y trazaba alegres rombos en el descolorido linóleo.
—Eso está mejor —dijo Roth—. Saca la Polaroid de la furgoneta, Carmo. Date prisa. Quiero acabar.
Antes de salir, Carmo se quitó los guantes y los dejó en la mesa, junto a la tubería de plomo. Varias de las tiras de fieltro se habían soltado. Estaban empapadas de sangre. Me dolía la cara, pero el abdomen aún más. El calor seguía extendiéndose. Algo iba muy mal por allá abajo.
—Una vez más, Amberson. ¿Cómo sabías que estaba amañado? ¿Quién te lo dijo? Di la verdad.
—Lo adiviné yo solo. —Intenté decirme que mi voz sonaba como si estuviera resfriado, pero no era así. Sonaba como un hombre al que acaban de pegarle una paliza.
Roth cogió la tubería y se dio unos golpecitos en la mano rechoncha.
—¿Quién te lo dijo, capullo?
—Nadie. Gutiérrez tenía razón. Soy un demonio, y los demonios pueden ver el futuro.
—Te estás quedando sin opciones.
—Wanda es demasiado alta para ti, Roth. Y demasiado delgada. Cuando estás encima de ella, debes de parecer un sapo intentando follarse un tronco. O a lo mejor…
Su plácido rostro se arrugó en una mueca de furia. Fue una transformación completa que sucedió en menos de un segundo. Lanzó un golpe de tubería contra mi cabeza. Levanté el brazo izquierdo y lo oí crujir como una rama de abedul cargada de hielo. Esa vez, cuando me derrumbé, los matones me dejaron caer al suelo.
—Puto listillo, cómo odio a los putos listillos. —La voz parecía llegarme desde muy lejos. O desde muy arriba. O las dos cosas. Por fin me estaba preparando para perder el conocimiento, y no veía la hora. Sin embargo, me quedaba la suficiente visión para distinguir a Carmo cuando volvió con una cámara Polaroid. Era grande y aparatosa, de esas en que el objetivo está al final de una especie de acordeón.
—Dadle la vuelta —ordenó Roth—. Que se vea su perfil bueno.
Cuando los matones le obedecieron, Carmo le pasó la cámara y recibió de él la tubería. Después Roth se acercó la máquina a la cara y dijo:
—Mira al pajarito, puto soplapollas. Ésta para Eddie G… Flash.
—… y una para mi colección personal, que en realidad no tengo pero tal vez empiece ahora… Flash.
—… y ahí va otra para ti. Para que recuerdes que, cuando alguien serio te hace preguntas, tienes que responder. Flash.
Arrancó la tercera instantánea de la cámara y la tiró hacia mí. Aterrizó delante de mi mano izquierda… que entonces él pisó. Los huesos crujieron. Gimoteé y me llevé la mano herida al pecho. Me había roto por lo menos un dedo, quizá incluso tres.
—Más te vale acordarte de separar el negativo en sesenta segundos, o se quemará. Si estás consciente, claro.
—¿Quieres preguntarle algo más ahora que está ablandado? —preguntó Carmo.
—¿Estás de broma? Míralo. Ya no sabe ni su nombre. Que le den por culo. —Empezó a darse la vuelta pero se detuvo—. Oye, cabrón. Ahí va una de recuerdo.
Entonces fue cuando me dio una patada en la sien con lo que se me antojó un zapato de punta de acero. Explotaron cohetes en mi visión. Luego mi nuca topó con el rodapié y me desmayé.