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Mi siguiente destino era el 214 de Neely Oeste Street. Había llamado al casero y le había informado de que agosto sería mi último mes. Intentó disuadirme y me dijo que los buenos inquilinos como yo eran difíciles de encontrar. Probablemente era cierto —la policía no había aparecido ni una vez por mi causa, y eso que visitaban mucho el vecindario, sobre todo los fines de semana—, pero sospechaba que tenía más que ver con la existencia de muchos pisos y pocos inquilinos. Dallas pasaba por una de sus periódicas depresiones.

Antes, de camino, había parado en el First Corn y había engordado mi cuenta corriente con los dos mil de Frati. Eso fue una suerte. Comprendí más tarde —mucho más tarde— que si lo hubiera llevado encima cuando llegué a Neely Street, sin duda alguna lo habría perdido.

Mi plan consistía en registrar a fondo las cuatro habitaciones en busca de cualquier posesión que pudiera haberme dejado, con especial atención a esos puntos místicos de atracción de basura que existían debajo de los cojines del sofá, bajo la cama y en el fondo de los cajones del buró. Y por supuesto me llevaría el .38 Especial. Me haría falta para vérmelas con Lee. Ya tenía toda la intención de matarlo, y lo haría lo antes posible después de que volviera a Dallas. Entretanto, no quería dejar atrás ni rastro de George Amberson.

Cuando me acercaba a Neely, esa sensación de repiqueteo en la cámara de eco del tiempo cobró mucha fuerza. No paraba de pensar en los dos Frati, uno con una mujer llamada Marjorie, otro con una hija llamada Wanda.

Marjorie: ¿Eso es una apuesta hablando en cristiano?

Wanda: ¿Eso, cuando llega a casa y se quita el maquillaje, es una apuesta?

Marjorie: Soy J. Edgar Hoover, hijo mío.

Wanda: Soy el jefe Curry de la Policía de Dallas.

¿Y qué? Era el tintineo, nada más. La armonía. Un efecto secundario del viaje en el tiempo.

Pese a todo, una alarma empezó a sonar en el fondo de mi cabeza y, cuando tomé Neely Street, se desplazó al cerebro anterior. La historia se repite, el pasado armoniza, y a eso venía esa sensación… pero no solo a eso. Cuando me metí en el camino que llevaba a la casa donde Lee había pergeñado su chapucero plan para asesinar a Edwin Walker, escuché de verdad ese timbre de alarma. Porque ahora estaba muy cerca. Ahora ensordecía.

Akiva Roth en el combate, pero no solo. Lo había acompañado una alegre muñeca con gafas de sol a lo Garbo y una estola de visón. En agosto en Dallas no hacía precisamente tiempo para visones, pero en el auditorio había aire acondicionado y —como dicen en mi época— a veces hay que fardar y punto.

Quita las gafas de sol. Quita la estola. ¿Qué queda?

Durante un momento, allí sentado en mi coche oyendo los chasquidos del motor al enfriarse, no vi nada. Luego caí en la cuenta de que, si cambiaba la estola de visón por una blusa Ship N Shore, quedaba Wanda Frati.

Chaz Frati de Derry me había echado encima a Bill Turcotte. Esa idea hasta se me había pasado por la cabeza… pero la había descartado. Mal hecho.

¿A quién me había echado encima Frank Frati de Fort Worth? Bueno, tenía que conocer a Akiva Roth de la Financiera Faith; al fin y al cabo era el novio de su hija.

De repente quería mi pistola, y la quería enseguida.

Salí del Chevy y subí al trote los escalones del porche, con las llaves en la mano. Estaba buscando con mal pulso la de la puerta cuando una furgoneta dobló con un rugido la esquina con Haines Avenue y frenó bruscamente delante del 214 con las ruedas de la izquierda sobre la acera.

Miré a mi alrededor. No vi a nadie. La calle estaba desierta.

Nunca hay un testigo al que puedas pedir ayuda a gritos cuando lo necesitas. Mucho menos un policía.

Encajé la llave correcta en la cerradura y la giré con la intención de dejarlos fuera —quienesquiera que fuesen— y llamar a la policía por teléfono. Estaba dentro, oliendo el aire caliente y viciado del piso abandonado, cuando recordé que no había teléfono.

Hombres corpulentos estaban cruzando el jardín. Tres. Uno llevaba un trozo corto de tubería que parecía envuelto en algo.

No, en realidad había tipos suficientes para montar una partida de bridge. El cuarto era Akiva Roth, que no corría. Se acercaba paseando por el camino con las manos en los bolsillos y una plácida sonrisa en la cara. Cerré de un portazo. Eché el pestillo. Apenas había terminado cuando lo reventaron de un golpetazo. Corrí hacia al dormitorio y llegué más o menos a la mitad del camino.