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—Bueno, bueno —dijo la hija de Frank Frati cuando entré en la casa de empeños alrededor del mediodía de ese viernes—. Si es el gurú del boxeo con acento de Nueva Inglaterra. —Me dedicó una sonrisa centelleante y luego volvió la cabeza y gritó—: ¡Papua! ¡Es tu amigo, el de Tom Case!

Frati salió arrastrando los pies.

—Buenas, señor Amberson —dijo—. Grande como un piano y apuesto como Satán un sábado por la noche. Seguro que se siente fresco como una rosa y alegre como unas castañuelas, ¿o no?

—Claro —respondí—. ¿Por qué no iba a estarlo? He tenido un golpe de suerte.

—El golpe me lo he llevado yo. —Sacó un sobre marrón, un poco más grande de lo normal, del bolsillo de atrás de sus anchos pantalones de algodón—. Dos mil. Cuéntelos tranquilamente.

—No hace falta —dije—. Me fío.

Empezó a pasarme el sobre, pero luego lo retiró y se dio un golpecito en la barbilla con él. Sus ojos azules, descoloridos pero astutos, me observaron con atención.

—¿Le interesa reinvertir esto? Se acerca la temporada de fútbol, y también la Serie Mundial de béisbol.

—No tengo ni idea de fútbol, y el enfrentamiento de los Dodgers contra los Yankees no me interesa mucho. Entrégueme el dinero.

Lo hizo.

—Ha sido un placer hacer negocios con ustedes —dije, y salí a la calle.

Sentía cómo sus ojos me seguían, y experimenté esa sensación, para entonces ya muy desagradable, de déjà vu. No podía ubicar la causa. Subí a mi coche con la esperanza de no tener que volver nunca a esa parte de Fort Worth. Ni a Greenville Avenue de Dallas. Ni a tener que apostar otra vez con un corredor apellidado Frati.

Ésos fueron mis tres deseos, y se cumplieron todos.