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El maestro de ceremonias, vestido de esmoquin y con un kilo de tónico capilar, salió trotando al centro del cuadrilátero, cazó un micrófono colgado de un cable plateado y cantó los datos de los boxeadores con voz sonora de feriante. Pusieron el himno nacional. Los hombres se quitaron el sombrero a toda prisa y se llevaron la mano al corazón. Yo mismo me notaba el pulso acelerado, por lo menos a ciento veinte pulsaciones por minuto, y a lo mejor más. En el auditorio había aire acondicionado, pero el sudor me corría por la nuca y humidificaba mis axilas.

Una chica en bañador y zapatos de tacón se pavoneó por el ring llevando en alto un cartel con un gran «1» escrito.

Sonó la campana. Tom Case salió al ring arrastrando los pies y con cara de resignación. Dick Tiger le salió al encuentro brincando alegremente, fintó con la derecha y después soltó un gancho de izquierda compacto que tumbó a Case cuando llevaban doce segundos exactos de combate. Los públicos —el de allí y el del Garden, a tres mil doscientos kilómetros de distancia— emitieron un gruñido asqueado. De la mano que Sadie había apoyado en mi muslo parecieron brotar garras cuando la tensó y me clavó los dedos.

—Dile a ese billete que se despida de sus amigos, guapa —dijo con alegría el regordete fumador de puros.

Al, ¿en qué cojones estabas pensando?

Dick Tiger se retiró a su esquina y se quedó allí saltando sobre sus talones como quien no quiere la cosa mientras el arbitro empezaba a contar subiendo y bajando su brazo derecho con teatrales movimientos. Cuando llegó a tres, Case se movió. A los cinco se sentó. A los siete hincó una rodilla. Y a los nueve se levantó y alzó los guantes. El arbitro asió con las manos la cara del boxeador y le hizo una pregunta. Case respondió. El arbitro asintió, le hizo una seña a Tiger y se echó a un lado.

El Hombre Tigre, ansioso quizá por llegar al filete que le esperaba en Sardi’s para cenar, se abalanzó sobre él para rematar la faena. Case no intentó huir —había perdido su velocidad hacía mucho tiempo, tal vez en alguna pelea de tres al cuarto en un pueblucho tipo Moline, Illinois, o New Haven, Connecticut—, pero fue capaz de cubrirse… y abrazarse a él. Eso se hartó de hacerlo, apoyando la cabeza en el hombro de Tiger como un bailarín de tango cansado y aporreándole débilmente la espalda con sus guantes. El público empezó a abuchear. Cuando sonó la campana y Case volvió a su taburete con paso cansino, la cabeza gacha y los puños enguantados colgando, abuchearon con más fuerza.

—Da pena verlo, guapa —comentó el regordete.

Sadie me miró con desasosiego.

—¿Tú qué crees?

—Creo que en cualquier caso ha sobrevivido al primer asalto. —Lo que de verdad pensaba era que alguien hubiese debido de clavarle un tenedor a Tom Case en ese culo flácido, porque a mí me parecía visto para sentencia.

La chica del bañador dio otra vuelta, esa vez paseando un «2». Sonó la campana. Una vez más Tiger brincó y Case arrastró los pies. Mi hombre siguió pegándose a su rival para poder abrazarlo siempre que fuera posible, pero me di cuenta de que se las estaba ingeniando para desviar el gancho de izquierda que lo había machacado en el primer asalto. Tiger se trabajó con golpes de derecha como un pistón la barriga del púgil más viejo, pero debía de haber bastante músculo debajo de ese michelín, porque no parecieron hacer mella en Case. En un momento dado, Tiger apartó a su contrincante y le hizo un gesto de «venga, venga» con los dos guantes. El público vitoreó. Case se limitó a mirarlo, de modo que Tiger avanzó. Case lo abrazó de inmediato. El público gimió. Sonó la campana.

—Mi abuelita daría más guerra a Tiger —gruñó el del puro.

—Puede —dijo Sadie, mientras se encendía su tercer cigarrillo del combate—, pero sigue en pie, ¿o no?

—No por mucho tiempo, reina. La próxima vez que se cuele uno de esos ganchos de izquierda, adiós muy buenas. —Se rio.

El tercer asalto fueron más abrazos y arrastrar de pies, pero en el cuarto Case bajó la guardia un poquito y Tiger le metió una andanada de izquierdazos y derechazos a la cabeza que puso en pie al público, enfervorecido. La novia de Akiva Roth se contaba entre ellos. El señor Roth permanecció en su asiento, aunque se tomó la molestia de tocarle el culo a su amiguita con una mano derecha llena de anillos.

Case retrocedió hasta las cuerdas lanzando golpes de derecha a Tiger y uno de esos puñetazos alcanzó su blanco. Parecía bastante débil, pero vi que volaba sudor del pelo del Hombre Tigre cuando sacudió la cabeza. En su cara había una expresión confusa que decía «de dónde ha salido eso». Después volvió a avanzar y se puso manos a la obra de nuevo. Un corte que Case tenía junto al ojo izquierdo empezó a sangrar. Antes de que Tiger pudiese convertir el hilillo de la herida en un chorro, sonó la campana.

—Si me das esos diez dólares ahora, guapa —dijo el fumador de puros rechoncho—, tú y tu novio os ahorraréis el tráfico de la salida.

—Mira lo que te digo —replicó Sadie—. Te doy la oportunidad de echarte atrás y ahorrarte cuarenta dólares.

El fumador de puros rechoncho se rio.

—Guapa y con sentido del humor. Si ese helicóptero largo y alto con el que andas te da mala vida, cariño, vente a casa conmigo.

En el rincón de Case, el entrenador se afanaba en curar el ojo malo estrujando un tubo sobre la herida y extendiendo un potingue con la punta de los dedos. A mí me parecía Super Glue, pero no creo que se hubiera inventado todavía. Después abofeteó a Case con una toalla mojada. Sonó la campana.

Dick Tiger entró a saco, lanzando derechazos rápidos y ganchos de izquierda. Case esquivó uno de estos y, por primera vez en el combate, Tiger dirigió un uppercut de derecha a la cabeza del otro púgil. Case logró retirarse lo justo para no recibir el impacto de lleno en el mentón, pero le alcanzó en la mejilla. La fuerza del golpe deformó su cara entera en una mueca de casa de los horrores. Trastabilló hacia atrás. Tiger se le echó encima. El público volvía a estar de pie pidiendo sangre a gritos. Nos levantamos con los demás. Sadie se tapó la boca con las manos.

Tiger había arrinconado a Case contra una de las esquinas neutrales y lo estaba machacando con la derecha y la izquierda. Vi que Case flaqueaba; vi que la luz de sus ojos se atenuaba. Un gancho de izquierda más —o ese cañonazo de derecha— y se apagarían.

¡REMATALO! —gritaba el fumador de puros rechoncho—. ¡REMÁTALO, DICKY! ¡PÁRTELE EL CRÁNEO!

Tiger le dio un golpe ilegal, por debajo de la cintura. Probablemente no lo hizo aposta, pero el arbitro intervino. Mientras advertía a Tiger por su golpe bajo, observé a Case para ver cómo aprovechaba el momentáneo respiro. Vi aflorar a su cara algo que reconocí. Había visto esa misma expresión en el rostro de Lee el día en que había abroncado a Marina por la cremallera de su falda. Había aparecido cuando Marina se le encaró acusándole de llevar a ella y a la niña a una posilga y después movió el índice al lado de su oreja para indicarle que estaba loco.

De golpe y porrazo aquello había dejado de ser un mero jornal para Tom Case.

El arbitro se hizo a un lado. Tiger avanzó, pero en esa ocasión Case le salió al paso. Lo que sucedió durante los siguientes veinte segundos fue uno de los acontecimientos más electrizantes y terroríficos que he presenciado como parte de un público. Los dos se plantaron cara a cara sin más y se aporrearon en la cara, el pecho, los hombros y la barriga. Ni meneos, ni esquivas ni juego de pies. Eran toros en un prado. A Case se le rompió la nariz, que empezó a chorrear sangre. El labio inferior de Tiger se estrelló contra sus dientes y se partió; la sangre le corría por ambos lados de la barbilla y le hacía parecer un vampiro después de una comilona.

Todos los espectadores estaban de pie gritando. Sadie saltaba arriba y abajo. Se le cayó el sombrero y dejó a la vista la cicatriz de su mejilla. No se dio cuenta; ni ella, ni nadie… En las enormes pantallas, la tercera guerra mundial estaba en su apogeo.

Case bajó la cabeza para encajar un bazocazo de derecha y vi que Tiger hacía una mueca cuando su puño topó con duro hueso. Dio un paso atrás y Case descargó un uppercut monstruoso. Tiger apartó la cabeza y evitó lo peor del golpe, pero su protector dental saltó por los aires y rodó por la lona.

Case avanzó lanzando directos de derecha e izquierda. No había ningún arte en ellos, solo potencia cruda y furiosa. Tiger retrocedió, tropezó con su propio pie y cayó. Case se plantó encima de él, sin tener muy claro en apariencia qué hacer o —quizá— incluso dónde estaba. Su entrenador, gesticulando como un loco, consiguió que lo mirase y volviera con paso pesado a su esquina. El arbitro empezó a contar.

Cuando llegó a cuatro, Tiger hincó una rodilla. A los seis estaba en pie. Tras la obligatoria cuenta hasta ocho, el combate volvió a empezar. Miré el gran reloj de la esquina de la pantalla y vi que quedaban quince segundos de asalto.

No basta, no es tiempo suficiente.

Case avanzó con paso lento. Tiger le lanzó ese devastador gancho de izquierda. Case apartó la cabeza con un movimiento brusco y, cuando el guante le pasó junto a la cara, soltó su derecha. Esa vez fue la cara de Dick Tiger la que se deformó y, cuando cayó al suelo, no se levantó.

El gordinflas contempló los restos hechos jirones de su puro y después lo tiró al suelo.

—¡Jesús lloró!

—¡Sí! —se regodeó Sadie, mientras recolocaba su sombrero con la correspondiente inclinación desenfadada—. ¡Sobre una pila de tortitas de arándano, y los discípulos dijeron que eran las mejores que habían probado nunca! ¡Ahora, paga!