El combate estrella comenzó a las nueve y media. Los primeros planos de los boxeadores llenaron las pantallas y, cuando la cámara enfocó a Tom Case, se me cayó el alma a los pies. Había vetas grises en su pelo moreno rizado. Sus mejillas empezaban a colgar. Un michelín cubría la cintura de sus pantalones cortos. Lo peor de todo, sin embargo, eran sus ojos, de algún modo desconcertados, que miraban desde hinchadas bolsas de tejido de cicatriz. No parecía tener muy claro dónde se encontraba. La mayor parte de las mil quinientas personas del público vitorearon —Tom Case era un chico de casa, al fin y al cabo—, pero también oí un buen coro de abucheos. Allí repanchingado en su taburete, agarrado a las cuerdas con sus manos enguantadas, se diría que ya había perdido. Dick Tiger, en cambio, estaba de pie, practicando golpes y brincando ágilmente con sus botas negras.
Sadie se inclinó hacia mí y susurró:
—Esto no pinta muy bien, cariño.
Era el eufemismo del siglo. Tenía una pinta espantosa.
En primera fila (donde la pantalla debía de parecer un acantilado altísimo sobre el que proyectaban borrosas figuras móviles), vi que Akiva Roth escoltaba a una muñeca con visón y gafas de sol a lo Garbo hasta un asiento que hubiera quedado delante mismo del ring si el combate no se hubiera librado en una pantalla. Delante de Sadie y de mí, un hombre regordete que fumaba un puro se volvió y dijo:
—¿Con quién vas, guapa?
—¡Case! —exclamó Sadie con valentía.
El fumador de puros rechoncho se rio.
—Bueno, por lo menos tienes buen corazón. ¿Te jugarías diez por él?
—¿Me darás un cuatro a uno… si Case lo noquea?
—¿Si Case noquea a Tigre? Señorita, no se hable más. —Tendió una mano. Sadie la estrechó.
Después ella se volvió hacia mí con una sonrisilla desafiante bailando en la comisura de su boca que aún funcionaba.
—Bastante osada —comenté.
—Para nada —replicó ella—. Tiger caerá en el quinto. Veo el futuro.