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Había mujeres atractivas de sobra en el auditorio de Dallas la noche del combate, pero Sadie se llevó su buena ración de miradas de admiración. Se había maquillado con esmero para la ocasión, pero el maquillaje más habilidoso solo alcanzaba para minimizar los daños de su cara, no los ocultaba por completo. Su vestido ayudaba considerablemente. Se ajustaba como un guante a sus formas y tenía un escote pronunciado.

El toque maestro era un sombrero de fieltro que le había prestado Ellen Dockerty cuando Sadie le contó que le había pedido que me acompañara a ver el combate. Era una réplica casi exacta del que lleva Ingrid Bergman en la escena final de Casablanca. Con su inclinación desenfadada, realzaba su cara a la perfección… y por supuesto se inclinaba hacia la izquierda, proyectando un profundo triángulo de sombra sobre la mejilla mala. Era mejor que cualquier truco de maquillaje. Cuando salió del dormitorio para pedir mi opinión, le dije que estaba absolutamente fabulosa. Su expresión de alivio y la chispa de emoción de sus ojos sugerían que sabía que no lo decía solo para animarla.

Encontramos mucho tráfico procedente de Dallas; para cuando llegamos a nuestros asientos, se estaba disputando el tercero de los cinco combates previos: un negro grande y un blanco aún más grande que se aporreaban poco a poco mientras el público vitoreaba. No una sino cuatro enormes pantallas colgaban sobre el suelo de madera encerada donde los Spurs de Dallas jugaban (mal) durante la temporada de baloncesto. La imagen la proporcionaban múltiples sistemas de proyección situados detrás de las pantallas y, aunque los colores eran turbios —casi rudimentarios—, la imagen en sí misma era nítida. Sadie estaba impresionada. A decir verdad, yo también.

—¿Estás nervioso? —preguntó.

—Sí.

—Aunque…

—Aunque. Cuando aposté a que los Piratas ganarían la Serie Mundial allá en el 60, lo sabía seguro. En este caso dependo por completo de mi amigo, que lo sacó de internet.

—¿Qué diablos es eso?

—Ciencia ficción. Como Ray Bradbury.

—Ah…, vale. —Entonces se puso los dedos entre los labios y silbó—. ¡Oye, el de la cerveza!

El vendedor de cerveza, ataviado con chaleco, sombrero de vaquero y cinturón con remaches plateados, nos vendió dos botellines de Lone Star (de cristal, no de plástico) con vasos de papel sobre el cuello. Le di un dólar y le dije que se quedara con el cambio.

Sadie cogió la suya, la chocó contra la mía y dijo:

—Suerte, Jake.

—Si la necesito, estoy bien jodido.

Se encendió un cigarrillo, para contribuir a la bruma azul que flotaba en torno a las luces. Yo estaba a su derecha y, desde ese lado, parecía perfecta.

Le di un golpecito en el hombro y, cuando se volvió, la besé con suavidad en los labios separados.

—Chica —dije—, siempre nos quedará París.

Sonrió.

—El de Texas, a lo mejor.

Se elevó un gemido colectivo. El púgil negro acababa de tumbar al blanco.