En realidad no fue un fin de semana guarrillo, a menos que uno crea —como parecen creer las Jessica Caltrop del mundo— que hacer el amor es una cochinada. Es cierto que pasamos buena parte del tiempo en la cama, pero también estuvimos bastante rato fuera de ella. Sadie era una caminante incansable, y había una extensa pradera junto a la colina que se elevaba detrás del Candlewood. Estaba cuajada de flores silvestres de finales de verano. Pasamos allí la mayor parte de la tarde del sábado. Sadie sabía el nombre de algunas de las flores —daga española, chicalotes, algo llamado centinodia— pero ante otras solo podía sacudir la cabeza para luego agacharse y oler los aromas. Caminamos de la mano mientras la hierba alta se frotaba contra nuestros vaqueros y unas grandes nubes de mullida cresta surcaban el alto cielo de Texas. Largas persianas de luz y sombra se deslizaban por el campo. Ese día soplaba una brisa fresca y el aire no olía a refinería. En la cima de la colina, dimos media vuelta y miramos por donde habíamos venido. Los bungalows eran pequeños e insignificantes en la extensión salpicada de árboles de la pradera. La carretera era una cinta.
Sadie se sentó, subió las rodillas hasta su pecho y cerró los brazos en torno a sus espinillas. Me senté a su lado.
—Quiero preguntarte una cosa —dijo.
—De acuerdo.
—No es sobre el…, ya sabes, de donde vienes…, eso me supera ahora mismo. Es sobre el hombre al que has venido a detener. El que dices que va a matar al presidente.
Recapacité.
—Es un tema delicado, cariño. ¿Te acuerdas que te dije que estoy cerca de una máquina grande y llena de dientes afilados?
—Sí…
—Te dije que no permitiría que te acercases a mí mientras la manoseaba. Ya he dicho más de lo que pretendía, y probablemente más de lo que debería. Porque el pasado no quiere ser cambiado. Se defiende cuando lo intentas. Y cuanto mayor es el potencial cambio, más pelea por impedirlo. No quiero que te hagas daño.
—Ya me lo han hecho —dijo con voz queda.
—¿Me estás preguntando si fue culpa mía?
—No, cariño. —Me puso una mano en la mejilla—. No.
—Bueno, podría haberlo sido, al menos en parte. Existe una cosa que se llama efecto mariposa… —Había centenares de ellas revoloteando en la ladera ante nosotros, como si quisieran ilustrar lo que decía.
—Sé lo que es —dijo Sadie—. Hay un cuento de Ray Bradbury que va de eso.
—¿De verdad?
—Se llama «El ruido de un trueno». Es muy bonito y muy inquietante. Pero Jake…, Johnny estaba loco mucho antes de que tú aparecieras. Yo lo había dejado mucho antes de que tú aparecieras. Y si no hubieras llegado tú, a lo mejor habría sido otro hombre. Estoy segura de que no hubiese sido tan bueno como tú, pero eso yo no lo habría sabido, ¿verdad? El tiempo es un árbol con muchas ramas.
—¿Qué quieres saber de ese tipo, Sadie?
—Más que nada, por qué no llamas sin más a la policía, anónimamente, claro, y lo denuncias.
Arranqué una brizna de hierba para mascarla mientras pensaba en ello. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue algo que De Mohrenschildt había dicho en el aparcamiento de Montgomery Ward: «Es un cateto a medio educar, pero tiene una maña sorprendente».
Era una evaluación certera. Lee había escapado de Rusia cuando se cansó de ella; también sería lo bastante mañoso para huir del Depósito de Libros después de disparar contra del presidente a pesar de la respuesta casi inmediata de la policía y del Servicio Secreto. Por supuesto que la respuesta sería inmediata, eran muchas las personas que iban a ver de dónde procedían exactamente los tiros.
Interrogarían a Lee a punta de pistola en la sala de descanso de la segunda planta antes incluso de que la caravana de coches llegara a toda velocidad con el presidente moribundo al hospital Parkland. El policía encargado recordaría más tarde que el joven se había demostrado razonable y convincente. En cuanto el capataz Roy Truly respondiese de él como empleado, el agente dejaría libre a Ozzie el Conejo y correría arriba para buscar la fuente de los disparos. Era posible creer que, de no ser por su encuentro con el patrullero Tippit, podrían haber tardado días o semanas en capturar a Lee.
—Sadie, los policías de Dallas van a asombrar al mundo con su incompetencia. Sería de locos confiar en ellos. Puede que ni siquiera reaccionasen a un chivatazo anónimo.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué no iban a hacerlo?
—Ahora mismo, porque ese tipo ni siquiera está en Texas ni tiene intención de volver. Planea fugarse a Cuba.
—¿A Cuba? ¿Por qué demonios a Cuba?
Negué con la cabeza.
—No importa, porque no funcionará. Regresará a Dallas, pero no con ningún plan de matar al presidente. Ni siquiera sabe que Kennedy viene a Dallas. No lo sabe ni el propio Kennedy, porque el viaje aún no está programado.
—Pero tú lo sabes.
—Sí.
—Porque en la época de la que procedes, todo esto sale en los libros de historia.
—A grandes rasgos, sí. Los detalles me los dio el amigo que me envió aquí. Te contaré la historia completa algún día, cuando esto haya terminado, pero ahora no. No mientras la máquina siga funcionando a tope con todos esos dientes. Lo importante es lo siguiente: si la policía interroga al tipo en algún momento antes de mediados de noviembre, sonará completamente inocente, porque lo es. —Otra de esas enormes sombras de nube nos pasó por encima e hizo descender por un momento la temperatura unos cinco grados—. Por lo que yo sé, es posible que ni siquiera se hubiera decidido del todo hasta el instante en que apretó el gatillo.
—Hablas como si ya hubiera pasado —comentó ella con asombro.
—En mi mundo, es así.
—¿Qué tiene de importante mediados de noviembre?
—El día 16, el Morning News informará a Dallas del desfile en coche de Kennedy por la calle principal. L… el tipo lo leerá y caerá en la cuenta de que los coches pasarán justo por delante del sitio donde trabaja. Probablemente pensará que se trata de un mensaje de Dios. O a lo mejor del fantasma de Karl Marx.
—¿Dónde trabajará?
Volví a negar con la cabeza. No era seguro que supiese eso. Por supuesto, nada de todo aquello era seguro. Aun así (lo he dicho antes, pero vale la pena repetirlo), qué alivio era contar al menos una parte a otra persona.
—Si la policía hablase con él, por lo menos podrían asustarlo, y así no lo haría.
Tenía razón, pero ese era un riesgo horroroso. Ya me había arriesgado al hablar con De Mohrenschildt, pero este quería esas concesiones petrolíferas. Además, había hecho algo más que asustarlo: lo había aterrorizado. Creía que mantendría la boca cerrada. Lee, en cambio…
Cogí la mano de Sadie.
—Ahora mismo puedo predecir adonde irá ese hombre igual que puedo predecir adonde irá un tren porque no puede salirse de la vía. En cuanto yo intervenga, en cuanto me inmiscuya, puede pasar cualquier cosa.
—¿Y si hablaras con él en persona?
Una imagen de auténtica pesadilla me vino a la cabeza. Vi a Lee diciéndole a la policía: «La idea me la dio un hombre llamado George Amberson. De no ser por él, jamás se me habría ocurrido».
—Tampoco creo que eso funcione.
—¿Tendrás que matarlo? —preguntó con un hilo de voz.
No respondí. Lo cual era una respuesta, claro.
—Y sabes de verdad que eso va a suceder.
—Sí.
—Tal y como sabes que Tom Case va a ganar ese combate el 29 de agosto.
—Sí.
—Aunque todo el mundo que sabe de boxeo dice que Tiger lo machacará.
Sonreí.
—Has estado leyendo la sección de deportes.
—Sí, es verdad. —Tiró de la brizna de hierba que asomaba de mi boca y la metió en la suya—. Nunca he estado en un combate por el título. ¿Me llevarás?
—No es lo que se dice en directo, ¿sabes? Será en una pantalla grande de televisión.
—Lo sé. ¿Me llevarás?