Ese cálido agosto fue lo más parecido a una luna de miel que logramos tener, y fue una delicia. Mandé a la porra el hacer ver que dormía en casa de Deke Simmons, aunque por la noche seguía dejando el coche en su camino de entrada.
Sadie se recuperó con rapidez del último agravio a su carne y, aunque un ojo seguía medio cerrado y aún tenía cicatrices y un profundo hueco donde Clayton la había rajado hasta llegar al interior de la boca, la habían mejorado ostensiblemente. Ellerton y su equipo habían hecho un buen trabajo con lo que tenían.
Leíamos sentados uno al lado del otro en su sofá, mientras su ventilador nos echaba el pelo hacia atrás: ella El grupo, yo Jude el oscuro. Montábamos picnics en el jardín de atrás, a la sombra de su querido pistacho chino, y bebíamos litros de café helado. Sadie empezó a fumar menos otra vez. Veíamos Látigo, Ben Casey y Ruta 66. Una noche Sadie puso Las nuevas aventuras de Ellery Queen, pero le pedí que cambiara de canal. No me gustaban las series de misterio, dije.
Antes de acostarnos, le aplicaba pomada con cuidado en la herida de la cara y, cuando ya estábamos en la cama…, todo bien. Dejémoslo ahí.
Un día, delante del supermercado, me encontré con esa intachable miembro del consejo escolar, Jessica Caltrop. Me dijo que le gustaría hablar un momento conmigo sobre «un tema delicado».
—¿De qué se trata, señorita Caltrop? —pregunté—. Porque he comprado helado y me gustaría llegar a casa antes de que se derrita.
Me dedicó una sonrisa fría que podría haber mantenido firme mi vainilla durante horas.
—¿A la casa de Bee Tree Lane, señor Amberson? ¿Con la desafortunada señorita Dunhill?
—No me parece que sea de su incumbencia.
La sonrisa se enfrió un poco más.
—Como miembro del consejo escolar, tengo que asegurarme de la escrupulosa moralidad de nuestro profesorado. Si usted y la señorita Dunhill están viviendo juntos, es motivo de grave inquietud para mí. Los adolescentes son impresionables. Imitan lo que ven en sus mayores.
—¿Eso cree? Después de unos quince años dando clase, yo diría que observan el comportamiento adulto y salen corriendo en la dirección opuesta tan rápido como pueden.
—Estoy segura de que podemos sostener un ilustrativo debate sobre sus opiniones acerca de la psicología adolescente, señor Amberson, pero no es por eso por lo que le he pedido hablar un momento, por incómodo que me resulte. —No parecía en absoluto incómoda—. Si está viviendo en pecado con la señorita Dunhill…
—Pecado —dije—. Ésa sí que es una palabra interesante. Jesús dijo que aquel que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Aquél o aquélla, supongo. ¿Está usted libre de pecado, señorita Caltrop?
—No estamos hablando de mí.
—Pero podríamos hablar de usted. Yo podría hablar de usted. Podría, por ejemplo, empezar a preguntar en el pueblo por el bombo que le hicieron hace un tiempo.
Se echó atrás como si le hubiera dado una bofetada y retrocedió dos pasos hacia la pared de ladrillo del súper. Yo di dos pasos al frente, con las bolsas de la compra retorcidas en mis brazos.
—Eso me ha parecido de mal gusto y ofensivo. Si todavía estuviera usted enseñando, le…
—Estoy seguro, pero el caso es que no enseño, o sea que tiene que escucharme con mucha atención. Tengo entendido que tuvo una criatura a los dieciséis años, cuando vivía en el rancho Sweetwater. No sé si el padre fue un compañero de clase, un vaquero de paso o su propio padre…
—¡Es usted asqueroso!
Cierto. Y a veces es un gustazo.
—No me importa quién fuera, pero me importa Sadie, que ha sufrido más dolor y tristeza que usted en toda su vida. —Ya la tenía acorralada contra la pared de ladrillo. Me miraba de abajo arriba con ojos brillantes de terror. En otro momento y lugar podría haberme dado pena. No en ese instante—. Si dice una sola palabra sobre Sadie, a quien sea, me ocuparé de descubrir dónde para ese hijo suyo hoy en día y haré correr la información de una punta a otra de este pueblo. ¿Me entiende?
—¡Quítese de en medio! ¡Déjeme pasar!
—¿Me entiende?
—¡Sí! ¡¡Sí!!
—Bien. —Retrocedí—. Viva su vida, señorita Caltrop. Sospecho que ha sido bastante gris desde los dieciséis años; ajetreada, eso sí, porque inspeccionar los trapos sucios ajenos debe de mantenerla muy ocupada. Ande, viva su vida, y déjenos a nosotros vivir la nuestra.
Se deslizó hacia la izquierda, pegada a la pared de ladrillo, en dirección al aparcamiento de detrás del supermercado. Los ojos se le salían de las órbitas. No los apartó de mí.
Sonreí afablemente.
—Antes de que esta conversación se convierta en algo que no ha sucedido nunca, quiero darle un consejo, señoritinga. Hablo con el corazón en la mano. Quiero a Sadie, y no conviene tocarle los cojones a un hombre enamorado. Si se mete en mis asuntos, o en los de Sadie, haré todo lo posible por convertirla en la zorra entrometida más infeliz de Texas. Ésa es la sincera promesa que le hago.
Corrió hacia el aparcamiento. Se la veía torpe, como alguien que hace mucho que no se mueve a un ritmo más rápido que un paseo decoroso. Con su falda marrón hasta las pantorrillas, sus medias opacas color carne y sus discretos zapatos marrones, era la viva imagen de su época. El pelo se le estaba saliendo del moño. No me cabía duda de que en un tiempo lo había llevado suelto, como a los hombres les gusta ver la melena de una mujer, pero de eso hacía mucho.
—¡Y que tenga un buen día! —le grité.