Volvía a estar en el hospital a las seis, como un clavo, y estuve con Sadie durante media hora. La encontré con la cabeza despejada, y afirmó que no le dolía demasiado. A las seis y media la besé en la mejilla buena y le dije que tenía que irme.
—¿Tus negocios? —preguntó—. ¿Tus negocios reales?
—Sí.
—Que nadie salga malparado si no es absolutamente necesario. ¿De acuerdo? Asentí.
—Y nunca por error.
—Ándate con cuidado.
—Con pies de plomo.
Intentó sonreír. El gesto se convirtió en una mueca cuando sintió el tirón de la carne recién despellejada del lado izquierdo de su cara. Sus ojos miraron por encima de mi hombro. Me giré y vi a Deke y Ellie en el umbral. Llevaban sus mejores galas: Deke traje ligero, corbata de lazo y sombrero de cowboy de ciudad; Ellie un vestido rosa de seda.
—Podemos esperar, si queréis —dijo Ellie.
—No, pasad. Yo ya me iba. Pero no os quedéis mucho, está cansada.
Besé a Sadie dos veces: labios secos y frente húmeda. Después fui con el coche hasta Neely Oeste Street, donde extendí lo que había comprado en la tienda de disfraces y artículos de broma. Trabajé poco a poco y con cuidado delante del espejo del baño, consultando constantemente las instrucciones y deseando que Sadie estuviera allí para ayudarme.
No me preocupaba que De Mohrenschildt me viera y dijese «¿No le he visto en alguna parte?»; lo que quería era asegurarme de que no reconociera a «John Lennon» más adelante. Según lo creíble que me pareciera, quizá tendría que volver a hablar con él. En ese caso, quería pillarlo por sorpresa.
Primero me pegué el bigote. Era un bigote poblado que me hacía parecer un forajido de un western de John Ford. Luego vino el maquillaje que me puse en la cara y las manos para darme un bronceado de ranchero. A continuación unas gafas con montura de carey y lentes lisas de cristal. Había considerado por un momento la posibilidad de teñirme el pelo, pero eso habría creado un paralelismo con John Clayton que no podía afrontar. En lugar de eso me calé una gorra de los Bullets de San Antonio. Cuando acabé, apenas me reconocía en el espejo.
—Que nadie salga malparado a menos que sea absolutamente imprescindible —dije al desconocido del espejo—. Y nunca por error. ¿Lo tenemos claro?
El desconocido asintió, pero los ojos tras las gafas falsas eran fríos.
Lo último que hice antes de partir fue bajar mi revólver del estante del armario y metérmelo en el bolsillo.