Las pequeñas economías siempre se vuelven contra ti. Había hecho quitar el teléfono de mi piso de Neely Street para ahorrar ocho o diez dólares al mes, y ahora lo necesitaba. Pero a cuatro manzanas había una tienda U-Tote-M con una cabina de teléfono junto a la nevera de la Coca-Cola. Tenía el número de De Mohrenschildt en un trozo de papel. Eché una moneda y marqué.
—Residencia de los De Mohrenschildt, ¿en qué puedo ayudarle? —No era la voz de Jeanne. Una doncella, probablemente; ¿de dónde sacaba la pasta esa familia?
—Me gustaría hablar con George, por favor.
—Me temo que está en la oficina, señor.
Saqué un bolígrafo del bolsillo de la camisa.
—¿Puede darme el número?
—Sí, señor. Chapel 5-6323.
—Gracias. —Lo apunté en el dorso de mi mano.
—¿Quiere que le deje un recado, por si no lo encuentra, señor?
Colgué. Empezaba a envolverme de nuevo ese escalofrío. Lo recibí con satisfacción. Si alguna vez había necesitado fría claridad, era entonces.
Eché otra moneda y esa vez hablé con una secretaria que me informó de que había llamado a la Centrex Corporation. Le dije que quería hablar con el señor De Mohrenschildt. Ella, por supuesto, quiso saber por qué.
—Dígale que es acerca de Jean-Claude Duvalier y Lee Oswald. Dígale que es por su interés.
—¿Su nombre, señor?
Puddentane no colaría allí.
—John Lennon.
—Espere un momento, por favor, señor Lennon, veré si puede ponerse.
No hubo música enlatada, lo que en general me pareció una mejora. Me apoyé en la pared de la caldeada cabina y contemplé el cartel de SI FUMA, ENCIENDA EL VENTILADOR. No fumaba, pero encendí el ventilador de todas formas. No ayudó mucho.
Sonó en mi oído un chasquido lo bastante fuerte para sobresaltarme, y la secretaria dijo:
—Tiene línea, señor D.
—¿Hola? —Esa voz tonante y jovial de actor—. ¿Hola? ¿Señor Lennon?
—Hola. ¿Esta línea es segura?
—¿Qué quie…? Por supuesto que lo es. Espere un segundo, cerraré la puerta.
Se produjo una pausa, y luego volvió a ponerse.
—¿De qué se trata?
—De Haití, amigo mío. Y de concesiones petrolíferas.
—¿Qué pasa con Monsieur Duvalier y el tal Oswald? —No había preocupación en su voz, solo alegre curiosidad.
—Venga, los conoce a los dos mucho mejor de lo que aparenta —dije—. Llámeles Baby Doc y Lee, no se corte.
—Hoy estoy muy ocupado, señor Lennon. Si no me explica de qué se trata, me temo que tendré que…
—Baby Doc puede aprobar las concesiones petrolíferas en Haití que usted lleva esperando los últimos cinco años. Y usted lo sabe; es la mano derecha de su padre, dirige a los tontón macoute y está el primero en la línea de sucesión de la gran poltrona. Usted le cae bien, y a nosotros también nos cae bien…
De Mohrenschildt empezó a hablar menos como un actor y más como un tipo real.
—Cuando dice «nosotros», ¿se refiere a…?
—Nos cae bien a todos, De Mohrenschildt, pero nos preocupa su asociación con Oswald.
—¡Jesús, si apenas lo conozco! ¡Hace seis u ocho meses que no lo veo!
—Lo vio el Domingo de Pascua. Le llevó a su hijita un conejo de peluche.
Una pausa muy larga. Después:
—De acuerdo, es verdad. Me había olvidado de eso.
—¿Se había olvidado de que alguien disparó contra Edwin Walker?
—¿Qué tiene que ver eso conmigo? ¿O con mis negocios? —Su perpleja indignación resultaba casi imposible de poner en duda. Palabra clave: «casi».
—Venga, vamos —dije—. Acusó a Oswald de hacerlo.
—¡Era una broma, joder!
Le di dos segundos, y dije:
—¿Sabe para qué compañía trabajo, De Mohrenschildt? Le daré una pista: no es Standard Oil.
Hubo un silencio en la línea mientras De Mohrenschildt repasaba las trolas que le había soltado hasta el momento. Solo que no eran trolas, no del todo. Le había dicho lo del conejo de peluche, y había aludido a la broma de «¿Cómo has podido fallar?» que había hecho después de que su mujer viera el fusil. La conclusión estaba bastante clara. Mi compañía era La Compañía, y la única cuestión que De Mohrenschildt tenía en la cabeza en ese momento —esperaba yo— era qué partes más de su sin duda interesante vida habíamos espiado.
—Esto es un malentendido, señor Lennon.
—Espero por su bien que lo sea, porque a nosotros nos parece que podría haberle usted incitado a disparar. Insistiendo sin parar sobre lo racista que es Walker y que si va a ser el siguiente Hitler americano.
—¡Eso es totalmente falso!
No hice caso.
—Pero esa no es nuestra principal preocupación. Nuestra principal preocupación es que pudiera haber usted acompañado al señor Oswald en su «gestión» del 10 de abril.
—Ach, mein Gott! ¡Eso es una locura!
—Si puede demostrarlo, y si promete mantenerse alejado del inestable señor Oswald en el futuro…
—¡Está en Nueva Orleans, por el amor de Dios!
—Cállese —dije—. Sabemos dónde está y lo que hace. Repartir panfletos de Juego Limpio con Cuba. Si no para pronto, acabará en la cárcel. —Y así sería, en menos de una semana. Su tío Dutz, el que tenía relación con Carlos Marcello, pagaría su fianza—. Volverá a Dallas bien pronto, pero usted no lo verá. Su jueguecillo ha terminado.
—Le digo que yo nunca…
—Esas concesiones aún pueden ser suyas, pero no lo serán a menos que pueda demostrar que no estuvo con Oswald el 10 de abril. ¿Puede?
—De… déjeme pensar. —Se produjo una larga pausa—. Sí. Sí, creo que puedo.
—Entonces veámonos.
—¿Cuándo?
—Esta noche. A las nueve en punto. Debo dar parte a ciertas personas, y estarían muy disgustadas conmigo si le concediera tiempo para montar una coartada.
—Venga a casa. Mandaré a Jeanne a ver una película con sus amigas.
—Tengo otro lugar en mente. Y no necesitará señas para encontrarlo. —Le dije lo que tenía pensado.
—¿Por qué allí? —Su perplejidad parecía sincera.
—Vaya y punto. Y si no quiere que los Duvalier père y fils se enfaden mucho con usted, amigo mío, vaya solo.
Colgué.