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Mi siguiente parada era la enorme finca de Simpson Stuart Road donde George de Mohrenschildt vivía con su mujer, Jeanne. En cuanto la vi, la descarté para el encuentro que había planeado. Para empezar, no podría estar seguro de cuándo Jeanne estaba en casa y cuándo no, y esa conversación en concreto tenía que ser estrictamente entre machotes. Además, no estaba lo bastante aislada. El colegio Paul Quinn, un centro solo para negros, quedaba cerca, y debían de haber empezado los cursos de verano. No había manadas de niños, pero vi pasar a bastantes, unos caminando y otros en bici. No se avenía con mis propósitos. Era posible que nuestra charla se volviera ruidosa. Era posible que no fuera en absoluto una charla, por lo menos en el sentido del diccionario.

Algo me llamó la atención. Estaba en el amplio jardín delantero de los De Mohrenschildt, donde los aspersores lanzaban elegantes chorros por los aires y creaban arcoíris que parecían lo bastante pequeños para metértelos en el bolsillo. 1963 no era año de elecciones, pero a principios de abril —justo por las fechas en las que alguien había disparado al general Edwin Walker— el representante del Distrito Quinto había padecido un infarto fulminante. El 6 de agosto se celebraría una elección extraordinaria para ocupar su escaño.

El cartel rezaba: ¡VOTA A JENKINS PARA EL 5.° DISTRITO! ¡ROBERT «ROBBIE» JENKINS, EL CABALLERO BLANCO DE DALLAS!

Según los periódicos, Jenkins se merecía ese título y más, pues era un derechista de la misma cuerda de Walker y su consejero espiritual, Billy James Hargis. Robbie Jenkins defendía los derechos de los estados, las escuelas separadas pero iguales y la reinstauración del bloqueo de la Crisis de los Misiles en torno a Cuba. La misma Cuba que De Mohrenschildt había llamado «esa isla preciosa». El cartel reforzaba una poderosa sensación que yo ya había desarrollado acerca de De Mohrenschildt. Era un diletante que, en el fondo, no tenía ninguna opinión política. Apoyaría a cualquiera que le divirtiese o que pusiera dinero en su bolsillo. Lee Oswald no podía hacer eso último —era tan pobre que hacía que las ratas pareciesen ricachonas—, pero su dedicación al socialismo, tan seria, combinada con sus grandilocuentes ambiciones personales, había ofrecido a De Mohrenschildt ración doble de lo primero.

Una deducción parecía obvia: Lee nunca había pisado el césped o ensuciado las alfombras de esa casa con sus pies de pobretón. Ésa era la otra vida de De Mohrenschildt… o una de ellas. Tenía la sensación de que podía tener varias, que mantenía en diversos compartimientos estancos. Pero todo eso no respondía a la pregunta esencial: ¿estaba tan aburrido que había acompañado a Lee en su misión de asesinar al monstruo fascista Edwin Walker? No lo conocía lo bastante bien para hacer una conjetura fundamentada.

Pero lo conocería. Estaba decidido.