Pensé que retomaríamos la conversación por la mañana. No tenía ni idea de qué —o sea, cuánto— le contaría cuando lo hiciéramos, pero al final no tuve que explicarle nada, porque no me preguntó. En vez de eso quiso saber cuánto había recaudado la Gala Benéfica de Sadie Dunhill. Cuando le respondí que un poco más de tres mil dólares, sumando a la taquilla el contenido de la hucha de donaciones del vestíbulo, echó la cabeza atrás y emitió una preciosa carcajada gutural. Tres mil no cubrirían todas sus facturas, pero valía un millón solo oírla reír… y no oír algo del estilo de «¿Para qué molestarse, cuando puedo hacer que se ocupen en el futuro?». Porque no estaba del todo seguro de que ella quisiera ir, aunque de verdad me creyese, y tampoco estaba seguro de querer llevármela.
Quería estar con ella, sí. Todo lo cerca de para siempre que les es dado a los hombres. Pero tal vez fuera mejor en el 63… y todos los años que Dios o la Providencia nos dieran después del 63. Podríamos estar mejor. Podía imaginármela perdida en 2011, mirando los pantalones de cintura baja y los monitores de ordenador con asombro y desasosiego. Yo nunca le pegaría ni le gritaría —no, a Sadie no—, pero aun así podría convertirse en mi Marina Prusakova, viviendo en un lugar extraño y exiliada de su patria para siempre.