La llevé al dormitorio y fui al baño para mojar un paño con agua fría. Cuando volví, ya tenía los ojos abiertos. Me miró con una expresión que no supe descifrar.
—No tendría que habértelo dicho.
—A lo mejor no —dijo ella, pero no se apartó cuando me senté a su lado en la cama, y emitió un leve suspiro de placer cuando empecé a acariciarle la cara con la tela fría, haciendo un desvío alrededor del lugar herido, del que había desaparecido toda sensación salvo un dolor sordo y profundo. Cuando acabé, me miró con solemnidad—. Dime algo que vaya a pasar. Me parece que, si quieres que te crea, tienes que hacerlo. Algo como lo de Adlai Stevenson y el infierno que se hiela.
—No puedo. Me licencié en filología, no en historia estadounidense. Estudié la historia de Maine en el instituto, era obligatoria, pero de Texas no sé casi nada. No… —Pero caí en la cuenta de que sí sabía una cosa. Sabía la última entrada de la sección de apuestas del cuaderno de Al Templeton, porque la había consultado dos veces para asegurarme. «Por si necesitas una última transfusión de dinero», había escrito.
—¿Jake?
—Sé quién va a ganar un combate de boxeo en el Madison Square Garden el mes que viene. Se llama Tom Case, y noqueará a Dick Tiger en el quinto asalto. Si eso no pasa, supongo que eres libre de llamar a los hombres de las batas blancas. ¿Pero puedes mantenerlo entre nosotros hasta entonces? Hay mucho en juego.
—Sí. Eso puedo hacerlo.