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Esa noche en la cama de Sadie fue la mejor de mi vida; no porque cerrara la puerta de John Clayton, sino porque volvió a abrir la nuestra.

Cuando acabamos de hacer el amor, caí en el primer sueño profundo que había tenido en meses. Desperté a las ocho de la mañana. El sol ya había salido del todo, los Angels cantaban «My Boyfriend’s Back» en la radio de la cocina y olía a beicon frito. Pronto me llamaría a la mesa, pero aún no. Tenía un poco de tiempo.

Me llevé las manos a la nuca y contemplé el techo, ligeramente atónito ante lo estúpido que había sido, lo ciego que había estado casi adrede desde el día en que había permitido que Lee subiera al autobús de Nueva Orleans sin hacer nada por detenerlo. ¿Necesitaba saber si George de Mohrenschildt había tenido algo más que ver con el intento de matar a Edwin Walker que las meras incitaciones a un hombrecillo inestable? Bueno, pues había una manera muy sencilla de averiguarlo, ¿o no?

De Mohrenschildt lo sabía, de modo que se lo preguntaría a él.