Ellen se llevó a casa a Sadie —que estaba agotada— a las diez y media. Mike y yo apagamos las luces de la Alquería a medianoche y salimos al callejón.
—¿Se viene a la fiesta, señor A.? Al dijo que tendría abierta la cafetería hasta las dos, y ha llevado un par de barriles de cerveza. No tiene permiso para venderla, pero no creo que nadie lo detenga.
—Paso —dije—. Estoy muerto. Nos vemos mañana por la noche, Mike.
Llevé el coche a casa de Deke antes de ir a casa. Estaba sentado en pijama en su porche, fumando una última pipa.
—Una noche bastante especial —dijo.
—Sí.
—Esa joven ha demostrado agallas. Para dar y regalar.
—Es verdad.
—¿Te portarás bien con ella, hijo?
—Lo intentaré.
Asintió.
—Ella se lo merece, después del último. Y de momento estás cumpliendo. —Echó un vistazo a mi Chevy—. Probablemente hoy podrías coger tu coche y aparcar justo delante. Después de esta noche no creo que nadie en el pueblo se inmutara.
Tal vez tuviera razón, pero decidí que más valía prevenir que curar y me eché a caminar, tal y como había hecho tantas otras noches. Necesitaba ese tiempo para calmar mis propias emociones. No paraba de verla a la luz de las candilejas. El vestido rojo. La curva grácil de su cuello. La mejilla lisa… y la irregular.
Cuando llegué a Bee Tree Lane y abrí la puerta, la cama plegable estaba recogida. Me quedé mirándola, desconcertado, sin saber muy bien qué pensar de ello. Entonces Sadie me llamó —por mi nombre real— desde el dormitorio. Muy bajito.
La lámpara estaba encendida y vertía una luz suave sobre sus hombros desnudos y un lado de su cara. Sus ojos estaban luminosos y solemnes.
—Creo que este es tu sitio —dijo—. Quiero que estés aquí. ¿Y tú? Me quité la ropa y me metí a su lado. Su mano se movió bajo las sábanas, me encontró y me acarició.
—¿Tienes hambre? Tengo bizcocho si quieres.
—Oh, Sadie, me muero de hambre.
—Pues apaga la luz.