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Mike había acertado con lo de las ventas en taquilla. Las entradas para la representación del viernes por la noche se agotaron una hora antes del espectáculo. Donald Bellingham, nuestro director de escena, bajó las luces de la sala a las ocho en punto. Esperaba llevarme un chasco después del original casi sublime con su gran final a tartazos (que pensábamos repetir solo el sábado por la noche, porque el consenso era que queríamos limpiar el escenario de la Alquería —y el primer par de filas— una sola vez), pero ese fue casi igual de bueno. Para mí, el gran momento cómico fue ese maldito caballo bailarín. En un momento dado, el compañero frontal del doctor Ellerton, un entrenador Borman entusiasmado hasta el frenesí, estuvo a punto de tirar a Bertha del escenario llevado por el boogie.

El público creyó que esos veinte o treinta segundos de tumbos entre las candilejas formaban parte del número y aplaudió a rabiar la hazaña. Yo, que sabía la verdad, me descubrí atrapado en una paradoja emocional que probablemente no se repita nunca. Lo presencié entre bambalinas junto a un Donald Bellingham casi paralizado, riendo como un poseso mientras mi corazón aterrorizado amenazaba con salírseme por la boca.

El armónico de la noche llegó durante el bis. Mike y Bobbi Jill salieron al centro del escenario cogidos de la mano. Bobbi Jill miró al público y dijo:

—La señorita Dunhill significa muchísimo para mí, por su bondad y su caridad cristiana. Ella me ayudó cuando necesitaba ayuda, y me animó para que aprendiera lo que vamos a hacer para ustedes ahora. Les agradecemos que hayan venido esta noche para demostrar su caridad cristiana. ¿No es así, Mike?

—Sí —dijo él—. Sois los mejores.

Miró a la izquierda del escenario. Yo señalé a Donald, que estaba inclinado sobre su tocadiscos con el brazo del aparato levantado, listo para caer en el surco. Esa vez el padre de Donald sabría de sobra que su hijo había tomado prestado uno de sus discos de big-band, porque se encontraba entre el público.

Glenn Miller, ese bombardero de antaño, atacó «In the Mood» y, en el escenario, entre palmadas rítmicas del público, Mike Coslaw y Bobbi Jill Allnut bailaron un lindy a reacción, mucho más fervoroso que cualquiera de mis intentos con Sadie o Christy. Era todo juventud, alegría y entusiasmo, y eso lo hacía precioso. Cuando vi que Mike apretaba la mano de Bobbi Jill para indicarle que girase en dirección contraria y se lanzara entre sus piernas, de repente volví a estar en Derry, mirando a Bevvie y Richie.

Todo está cortado por el mismo patrón, pensé. Es un eco tan cercano a la perfección que no puede distinguirse cuál es la voz viva y cuál la fantasmal que regresa.

Por un momento todo estuvo claro, y cuando eso pasa uno ve que el mundo apenas existe en realidad. ¿No lo sabemos todos en secreto? Es un mecanismo perfectamente equilibrado de gritos y ecos que se fingen ruedas y engranajes, un reloj de sueños que repica bajo un cristal de misterio que llamamos vida. ¿Detrás de él? ¿Por debajo y a su alrededor? Caos, tormentas. Hombres con martillos, hombres con navajas, hombres con pistolas. Mujeres que retuercen lo que no pueden dominar y desprecian lo que no pueden entender. Un universo de horror y pérdida que rodea un único escenario iluminado en el que los mortales bailan desafiando a la oscuridad.

Mike y Bobbi Jill bailaron en su tiempo, y su tiempo era 1963, una época de pelos al rape en la nuca, televisores en muebles de madera y rock casero de garaje. Bailaron el día en que el presidente Kennedy prometió firmar un tratado de prohibición de pruebas nucleares y comunicó a los periodistas que no tenía «ninguna intención de permitir que nuestras fuerzas militares queden empantanadas en la enrevesada política y los odios ancestrales del sudeste asiático». Bailaron como habían bailado Bevvie y Richie, como habíamos bailado Sadie y yo, y eran hermosos, y los quise no a pesar de su fragilidad sino por ella. Todavía los quiero.

Acabaron a la perfección, con las manos en alto, la respiración trabajosa y de cara al público, que se puso en pie. Mike les concedió cuarenta segundos enteros para que se dejaran las manos aplaudiendo (es asombroso lo deprisa que las candilejas pueden convertir a un humilde jugador de fútbol en un histrión de tomo y lomo) y después pidió silencio. Al cabo de un rato, le hicieron caso.

—Nuestro director, el señor George Amberson, quiere pronunciar unas palabras. Ha puesto mucho esfuerzo y creatividad en este espectáculo, o sea que espero que lo reciban con un fuerte aplauso.

Salí y me acogió una nueva ovación. Estreché la mano de Mike y di a Bobbi Jill un beso en la mejilla. Se fueron correteando del escenario. Levanté las manos para pedir silencio y empecé con el discurso que había ensayado, diciendo que Sadie no había podido asistir esa noche pero dándoles a todos las gracias de su parte. Todo orador público digno de ese nombre sabe que debe concentrarse en algunos miembros específicos del público, y yo me centré en una pareja de la tercera fila que se parecía de forma llamativa a los abueletes de American Gothic. Eran Fred Miller y Jessica Caltrop, los miembros del consejo escolar que nos habían denegado el uso del gimnasio del instituto con el argumento de que la agresión a Sadie por parte de su ex marido era de mal gusto y debía ignorarse en la medida de lo posible.

Cuando llevaba cuatro frases, unas exclamaciones de sorpresa me interrumpieron. Fueron seguidas de aplausos, aislados al principio, aunque luego arreciaron con rapidez hasta convertirse en una tormenta. El público volvió a levantarse. No tenía ni idea de por qué aplaudían hasta que sentí que una mano liviana y tímida me agarraba el brazo por encima del codo. Me volví y vi que tenía a Sadie junto a mí con su vestido rojo. Se había recogido el pelo hacia arriba, sujeto con una horquilla centelleante. Su cara —los dos lados— quedaba completamente a la vista. Me asombró descubrir que, una vez expuesto del todo, el daño residual no era tan atroz como había temido. Tal vez se desprendiera de ello una verdad universal, pero estaba demasiado atónito para captarla. Cierto, costaba mirar ese hueco profundo e irregular y las marcas discontinuas y descoloridas de los puntos. Lo mismo pasaba con la carne flácida y el tamaño antinatural del ojo izquierdo, que ya no parpadeaba del todo en tándem con el derecho.

Pero sonreía, con esa encantadora sonrisa de un solo lado, y a mis ojos eso la hacía Helena de Troya. La abracé, y ella me devolvió el abrazo, riendo y llorando. Por debajo del vestido, su cuerpo entero vibraba como un cable de alta tensión. Cuando volvimos a situarnos de cara al público, todo el mundo estaba levantado y vitoreando salvo Miller y Caltrop, que miraron a su alrededor, vieron que eran los únicos que aún tenían el culo pegado al asiento e imitaron a regañadientes a los demás.

—Gracias —dijo Sadie cuando se calmaron—. Gracias a todos de todo corazón. Un agradecimiento especial a Ellen Dockerty, que me dijo que si no venía aquí y os miraba a todos a la cara, lo lamentaría el resto de mi vida. Y más que a nadie gracias a…

La más breve de las vacilaciones. Estoy seguro de que el público ni se enteró, lo cual me convertía en el único que sabía lo cerca que había estado Sadie de revelar a quinientas personas mi auténtico nombre.

—… a George Amberson. Te quiero, George.

Con lo cual el teatro se vino abajo, por supuesto. En momentos difíciles, cuando hasta los sabios tienen dudas, las declaraciones de amor nunca fallan.