Pasé las últimas horas de la mañana y las primeras de la tarde del 12 de julio en la Alquería, dirigiendo un último ensayo técnico. Mike Coslaw, que había adoptado el papel de productor con la misma naturalidad que el de cómico bufo, me explicó que para el espectáculo del sábado por la noche estaban todas las entradas vendidas y que el de esa noche estaba al noventa por ciento.
—Con los que compren la entrada en taquilla llenaremos, señor A. Cuente con ello. Solo espero que yo y Bobbi Jill no metamos la pata en el bis.
—Bobbi Jill y yo, Mike. Y no meteréis la pata.
Todo eso era bueno. Menos bueno fue cruzarme con el coche de Ellen Dockerty, que salía de Bee Tree Lane justo cuando yo entraba, para después encontrarme a Sadie sentada en el salón con lágrimas en su mejilla intacta y un pañuelo en el puño.
—¿Qué pasa? —pregunté airado—. ¿Qué te ha dicho?
Sadie me sorprendió sacándose una sonrisilla de la manga. Le salió bastante desigual, pero poseía cierto encanto pilluelo.
—Nada que no sea verdad. No te preocupes, por favor. Te prepararé un sandwich y tú me cuentas cómo ha ido.
De modo que eso fue lo que hice. Eso y preocuparme, claro, pero me guardé mis preocupaciones. También mis comentarios sobre el tema de las directoras de instituto entrometidas. Esa tarde, a las seis, Sadie me pasó revista, me rehízo el nudo de la corbata y después sacudió un poco de pelusilla, real o imaginaria, de las hombreras de mi chaqueta.
—Te diría que mucha mierda, pero aún te lo tomarías a mal.
Llevaba sus vaqueros viejos y una blusa ancha que disimulaba —un poco, por lo menos— lo mucho que había adelgazado. Me descubrí recordando el bonito vestido que había llevado al Jodie Jamboree original. Un bonito vestido con una bonita chica dentro. Aquello fue entonces. Esa noche, la chica —todavía bonita en un lado— estaría en casa cuando se alzara el telón, viendo una reposición de Ruta 66.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Que me gustaría que estuvieses allí, nada más.
Lo lamenté en cuanto quedó dicho, pero casi estuvo bien. Su sonrisa se esfumó, pero luego reapareció. Como el sol cuando lo tapa una nube pequeña.
—Tú estarás allí. Lo que significa que yo también. —Me miró con solemne timidez con el ojo que el flequillo a lo Verónica Lake dejaba visible—. Si me quieres, claro.
—Te quiero con locura.
—Sí, supongo que sí. —Besó la comisura de mi boca—. Y yo te quiero a ti. O sea que nada de mierda y dales las gracias a todos.
—Lo haré. ¿No te da miedo quedarte sola?
—Estaré bien. —En realidad no era una respuesta a mi pregunta, pero era lo mejor que podía dar de sí por el momento.