El último obstáculo resultó ser el recinto. A mediados de junio, más o menos para cuando echaban a Lee de un muelle de Nueva Orleans por intentar repartir sus folletos castristas entre los marineros del USS Wasp, Deke pasó por casa de Sadie. Le dio un beso en la mejilla buena (ella apartaba el lado malo de la cara cuando llegaba cualquier visita) y me preguntó si me apetecía salir a tomar una cerveza fría.
—Ve —dijo Sadie—. Estaré bien.
Deke me llevó en coche a El Urogallo, un bar con techo de chapa y aire acondicionado muy dudoso, catorce kilómetros al oeste del pueblo. Era media tarde y el local estaba vacío a excepción de por dos bebedores solitarios en la barra; la rockola estaba apagada. Deke me dio un dólar.
—Yo pago y tú pides. ¿Qué te parece el trato?
Me iba bien. Fui a la barra y me procuré dos Buckhorns.
—Si hubiese sabido que ibas a pedir Buckies, habría ido yo mismo —protestó Deke—. Macho, esto es pipí de burra.
—Resulta que a mí me gusta —dije—. En cualquier caso, pensaba que tú bebías en casa. «El coeficiente de capullos en los bares locales es un poco alto para mi gusto», creo que dijiste.
—De todas formas, no me apetece una maldita cerveza. —Ahora que no estaba Sadie delante, vi que estaba hecho una furia—. Lo que quiero es cascarle un puñetazo en la cara a Fred Miller y patear a Jessica Caltrop en su estrecho culo, que sin duda lleva forrado de encaje.
Conocía los nombres y las caras aunque, habiendo sido un humilde esclavo asalariado, jamás había llegado a conversar con ninguno de los dos. Miller y Caltrop eran dos tercios del consejo escolar del condado de Denholm.
—No te quedes ahí —dije—. Ya que estás con ganas de sangre, cuéntame qué le harías a Dwight Rawson. ¿No se llama así el otro?
—Es Rawlings —corrigió Deke enfurruñado—, y ese se salva. Votó a favor nuestro.
—No sé de qué hablas.
—No quieren dejarnos el gimnasio de la escuela para el Jamboree. Aunque estemos hablando de mediados de verano y el gimnasio esté ahí muerto de asco.
—¿Estás de broma? —Sadie me había explicado que ciertos elementos del pueblo podían tomarla con ella, y no la había creído. El tonto de Jake Epping, todavía apegado a sus fantasías futuristas del siglo veintiuno.
—Hijo, ojalá. Apelaron a no se qué del seguro de incendios. Yo señalé que nadie se había preocupado por el seguro de incendios cuando había sido en pro de una estudiante que había sufrido un accidente, y la Caltrop, que es una gata vieja y seca, me soltó: «Sí, claro, Deke, pero eso fue durante el curso escolar».
»Hay cosas que les preocupan, ya lo creo, sobre todo cómo una miembro del equipo docente acabó con la cara rajada por el loco con el que estaba casada. Tienen miedo de que aparezca mencionado en el periódico o, Dios no lo quiera, en una de las cadenas de la televisión de Dallas.
—¿Y eso qué importa? —pregunté—. Él… ¡Cristo, Deke, él ni siquiera era de por aquí! ¡Era de Georgia!
—Eso les da lo mismo. Lo que les importa es que murió aquí, y tienen miedo de que haga quedar mal a la escuela. O al pueblo. Y a ellos.
—¡Eso no tiene ningún sentido! —Me oí balar, un sonido muy poco noble procediendo de un hombre en la flor de la vida, pero no pude evitarlo.
—La despedirían si pudieran, solo para librarse del bochorno. Como no pueden, esperan que dimita antes de que los chicos tengan que mirar lo que Clayton le hizo en la cara. Un caso claro de puta hipocresía mierdosa y pueblerina, hijo mío. A los veintipico años, Fred Miller visitaba las casas de putas de Nuevo Laredo dos veces al mes. Más si le sacaba a su papaíto un adelanto de la paga. Y sé de muy buena tinta que cuando Jessica Caltrop era Jessie Trapp a secas, del rancho Sweetwater, se puso hecha una foca a los dieciséis años y adelgazó una barbaridad unos nueve meses después. Me dan ganas de decirles que tengo más memoria que ellos remilgos, si eso es posible, y que podría ponerlos de vuelta y media si quisiera. Ni siquiera tendría que esforzarme mucho.
—No pueden culpar de verdad a Sadie de la locura de su ex marido…, ¿o sí?
—Madura, George. A veces actúas como si hubieras nacido en un granero. O en algún país donde la gente piensa como Dios manda. Para ellos es cuestión de sexo. Para la gente como Fred y Jessica siempre es cuestión de sexo. Probablemente piensen que Alfalfa y Spanky, de La Pandilla, pasan su tiempo libre cepillándose a Darla detrás del granero mientras Buckwheat los anima. Y cuando pasa algo así, es culpa de la mujer. No lo dirían en público con todas las letras, pero en el fondo creen que los hombres son bestias y las mujeres que no pueden amansarlos…, en fin, ellas se lo han buscado, hijo, ellas se lo han buscado. No dejaré que se salgan con la suya.
—No te quedará más remedio —dije—. Si no, el jaleo podría llegar a Sadie. Y ahora está frágil. Eso la tumbaría del todo.
—Sí —coincidió. Buscó su pipa en el bolsillo del pecho—. Sí, ya lo sé. Solo me estoy desahogando un poco. Ellie habló ayer mismo con la gente que lleva la Alquería. Están encantados de dejarnos montar el espectáculo allí, y tiene aforo para cincuenta personas más. Por la platea alta, ya sabes.
—Ahí está —dije, aliviado—. La sensatez se impone.
—Solo hay un problema. Piden cuatrocientos por las dos noches. Si consigo doscientos, ¿tú puedes poner el resto? No lo recuperarás con la recaudación, como supondrás. Eso está todo reservado para la atención médica de Sadie.
Conocía muy bien el precio de la atención médica de Sadie; ya había pagado trescientos dólares para costear la parte de su estancia en el hospital que su porquería de seguro dejó en el aire. A pesar de los buenos oficios de Ellerton, el resto de los gastos se acumularían muy deprisa. Por lo que a mí respectaba, todavía no estaba tocando fondo en lo financiero, pero empezaba a verlo.
—¿George? ¿Qué dices?
—Mitad y mitad —accedí.
—Entonces acábate esa cerveza de mierda. Quiero volver al pueblo.