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Pensamiento del corazón: otra vez eso.

Pagué el alquiler de mayo del piso de Neely Oste Street, aunque necesitaba empezar a ahorrar y no tenía un motivo concreto para hacerlo. Lo único que tenía era la sensación informe pero poderosa de que debía mantener una base de operaciones en Dallas.

Dos días antes de que se celebrara el Derbi de Kentucky, fui a Greenville Avenue con toda la intención de apostar quinientos dólares a que Chateaugay quedaba primero o segundo. Eso, concluí, sería menos llamativo que apostar por la victoria del caballo. Aparqué a cuatro manzanas de la Financiera Faith y cerré el coche con llave, una precaución necesaria en esa parte de la ciudad incluso a las once de la mañana. Al principio caminé a buen ritmo, pero luego —una vez más sin motivo concreto— mis pasos empezaron a enlentecerse.

A media manzana de la casa de apuestas camuflada de oficina de préstamos a pie de calle, me detuve. Ahí estaba de nuevo el corredor de apuestas —sin gafas de sol en plena mañana— apoyado en la jamba de su local y fumándose un pitillo. Allí plantado bajo un intenso chorro de luz, enmarcado por las densas sombras del umbral, parecía el personaje de un cuadro de Edward Hopper. Ese día no había posibilidades de que me viera, porque estaba mirando fijamente un coche aparcado al otro lado de la calle. Era un Lincoln color crema con la matrícula verde. Sobre los números se leía EL ESTADO DEL SOL. Lo que no significaba que fuese un armónico. Lo que desde luego no significaba que perteneciese a Eduardo Gutiérrez de Tampa, el corredor de apuestas que sonreía y decía «Aquí viene mi yanqui de Yanquilandia». El que casi a ciencia cierta había mandado incendiar mi casa en la playa.

De todas formas, di media vuelta y regresé a mi coche con los quinientos que pretendía apostar todavía en el bolsillo.

Pensamiento del corazón.