Pasaba allí mis días, preparándole la comida, trabajando en su jardincillo (que se marchitaría pero no moriría del todo en otro verano del interior de Texas) y leyéndole Casa desolada. También nos enganchamos a varias de las telenovelas de la tarde: The Secret Storm, Young Doctor Malone, From These Roots y nuestra favorita particular, The Edge of Night.
Sadie se pasó la raya del pelo del centro a la derecha, en pos de un peinado a lo Verónica Lake que le cubriría la mayor parte de la cicatriz cuando por fin fuera sin vendaje. Claro que eso tampoco duraría mucho; la primera de las operaciones de reconstrucción —un trabajo en equipo en el que participarían cuatro médicos— estaba programada para el 5 de agosto. Según Ellerton, habría por lo menos cuatro operaciones más.
Después de cenar con Sadie (ella casi siempre se limitaba a picar algo), volvía en coche a casa de Deke porque los pueblos pequeños están llenos de ojos grandes pegados a bocas parlanchínas. Convenía que esos grandes ojos vieran mi coche en el camino de entrada de Deke tras la puesta de sol. Una vez que había oscurecido, recorría a pie los tres kilómetros y pico que había hasta la casa de Sadie, donde dormía en el nuevo sofá cama hasta las cinco de la mañana. Era casi siempre un descanso intermitente, pues eran pocas las noches en que Sadie no me despertaba porque las pesadillas la hacían gritar y revolverse. De día, Johnny Clayton estaba muerto. Cuando anochecía, aún la acechaba con su pistola y su cuchillo.
Yo iba a su cama y la tranquilizaba en la medida de mis posibilidades. A veces salía al salón conmigo y se fumaba un cigarrillo antes de volver a la cama arrastrando los pies, siempre apretándose el pelo con ademán protector sobre el lado mutilado de su cara. No me dejaba cambiarle las vendas. Lo hacía ella sola, en el baño y con la puerta cerrada.
Después de una pesadilla especialmente atroz, entré y me la encontré de pie junto a la cama, desnuda y sollozando. Había adelgazado hasta extremos alarmantes. Su camisón estaba hecho un guiñapo a sus pies. Me oyó y se volvió, con un brazo cruzado sobre los pechos y la otra mano sobre la entrepierna. Con el movimiento, su melena volvió al hombro derecho, al que en realidad pertenecía, y vi las cicatrices hinchadas, los gruesos puntos, la carne caída y arrugada que cubría su pómulo.
—¡¡Fuera!! —gritó—. ¡No me mires así!, ¿por qué no puedes salir?
—Sadie, ¿pasa algo? ¿Por qué te has quitado el camisón? ¿Qué pasa?
—He mojado la cama, ¿vale? Tengo que volver a hacerla, o sea que ¡haz el favor de salir y dejar que me cambie!
Fui al pie de la cama, levanté el edredón que estaba doblado allí y la envolví con él. Cuando giré una esquina hacia arriba, formando una especie de estola que ocultaba su mejilla, se calmó.
—Ve al salón y ten cuidado de no tropezar con esto. Fúmate un pitillo. Ya haré yo la cama.
—No, Jake, está sucia.
La agarré por los hombros.
—Eso es lo que diría Clayton, y está muerto. Solo es un poco de pis, nada más.
—¿Estás seguro?
—Sí. Pero antes de que te vayas…
Bajé la improvisada estola. Ella se estremeció y cerró los ojos, pero se quedó quieta. Soportarlo era lo máximo que podía hacer, pero ya me parecía un avance. Besé la carne colgante que había sido su mejilla —con suavidad, lo que Christy habría llamado un beso de mariposa— y después doblé de nuevo el edredón hacia arriba para ocultarla.
—¿Cómo puedes? —preguntó sin abrir los ojos—. Es espantoso.
—Qué va. Solo es otra parte de ti que amo, Sadie. Y ahora vete al salón mientras cambio estas sábanas.
Cuando acabé, me ofrecí a meterme en la cama con ella hasta que se durmiera. Se encogió como había hecho cuando había bajado el edredón de su cara y sacudió la cabeza.
—No puedo, Jake. Lo siento.
Pasito a pasito, me dije mientras cruzaba el pueblo con paso cansino hacia la casa de Deke bajo la primera luz gris de la mañana. Pasito a pasito.