10

La enfermera de los hombros de jugadora de fútbol americano y el reloj enganchado al busto era Rhonda McGinley, y el 18 de abril insistió en empujar en persona la silla de ruedas de Sadie no solo hasta el ascensor sino también hasta el bordillo de la acera, donde Deke esperaba con la puerta del pasajero de su ranchera abierta.

—Que no te vuelva a ver por aquí, reina —dijo la enfermera McGinley después de que ayudáramos a Sadie a subir al coche.

Sadie sonrió con aire distraído y no dijo nada. Estaba, hablando con propiedad, drogada hasta las cejas. El doctor Ellerton había pasado esa mañana para examinar su cara, un proceso muy doloroso que había precisado ración extra de analgésicos.

McGinley se volvió hacia mí.

—Va a necesitar muchos cuidados estos meses que vienen.

—Lo haré lo mejor que pueda.

Arrancamos. Quince kilómetros al sur de Dallas, Deke dijo:

—Quítale eso y tíralo por la ventanilla. Yo tengo que estar pendiente de este maldito tráfico.

Sadie se había dormido con un cigarrillo encendido entre los dedos. Me incliné por encima del asiento y lo cogí. Ella gimió cuando lo hice y dijo:

—No, Johnny, no, por favor.

Crucé una mirada con Deke. Solo un segundo, pero lo bastante para que viera que estábamos pensando lo mismo: Queda mucho camino por delante. Mucho camino.