Estaban sirviendo la cena en la planta de Sadie cuando llegué: chop suey. El olor me trajo una vivida imagen del chorro de sangre que se había derramado sobre la mano y el antebrazo de John Clayton antes de que cayera sobre la moqueta, por suerte boca abajo.
—Hola, señor Amberson —saludó la enfermera mientras yo firmaba. Era una mujer canosa vestida con uniforme y cofia blancos y almidonados. Llevaba un reloj de bolsillo enganchado a su formidable pecho. Me miraba desde detrás de una barricada de ramos de flores—. Anoche hubo bastantes gritos ahí dentro. Si se lo digo es porque usted es su prometido, ¿verdad?
—Verdad —dije. Desde luego eso era lo que deseaba ser, con cara rajada o sin cara rajada.
La enfermera se inclinó hacia delante entre dos jarrones llenos hasta los topes. Unas margaritas le rozaron el pelo.
—Mire, normalmente no chismorreo sobre mis pacientes y riño a las enfermeras jóvenes que lo hacen. Pero el modo en que la trataron sus padres no estuvo bien. Supongo que no los culpo del todo por venir desde Georgia con los padres de ese lunático, pero…
—Un momento. ¿Me está diciendo que los Dunhill y los Clayton compartieron coche?
—Supongo que en tiempos más felices eran la mar de amigos, o sea que bueno, vale; pero que le dijeran a ella que, mientras ellos visitaban a su hija, sus buenos amigos los Clayton estaban abajo firmando los papeles para sacar el cadáver de su hijo del depósito… —Sacudió la cabeza—. El padre no dijo ni pío, pero esa mujer…
Miró a su alrededor para asegurarse de que seguíamos solos, vio que era así y se volvió de nuevo hacia mí. Su sencillo rostro de campesina exhibía una expresión grave e indignada.
—No se callaba nunca. Una pregunta sobre cómo se encontraba su hija, y luego dale que te pego con los pobres Clayton. Su señorita Dunhill se mordió la lengua hasta que su madre dijo que era una pena porque ahora tendrían que cambiar de iglesia otra vez. Entonces la chica perdió los nervios y empezó a gritarles que se fueran.
—Bien hecho —dije yo.
—La oí chillar: «¿Queréis ver lo que me hizo el hijo de vuestros buenos amigos?» y, cariño, entonces fue cuando arranqué a correr. Estaba intentando quitarse el vendaje. Y la madre… se inclinaba hacia delante, señor Amberson. Ansiosa. Quería mirar, en serio. Los saqué y le pedí a uno de los residentes que administrara a la señorita Dunhill una inyección para tranquilizarla. El padre (un alfeñique) intentó disculparse por su mujer. «No sabía que estaba poniendo nerviosa a Sadie», dijo. «Bueno», le solté yo, «¿y usted qué? ¿Le ha comido la lengua el gato?». ¿Y sabe qué dijo la mujer justo antes de entrar en el ascensor? Negué con la cabeza.
—Dijo: «No puedo culparle, ¿cómo iba a hacerlo? De pequeño jugaba en nuestro jardín y era un niño encantador». ¿Se lo puede creer?
Podía. Porque creía conocer ya a la señora Dunhill, en cierto sentido. En la Séptima Oeste Street persiguiendo a su hijo mayor mientras gritaba a pleno pulmón: «Quieto, Robert, no vayas tan rápido, no he acabado contigo».
—Quizá la encuentre… muy sensible —dijo la enfermera—. Solo quería que supiese que tiene un buen motivo.