6

Esa noche hubo una bronca monumental en el piso de arriba. La pequeña June aportó su granito de arena berreando como una descosida. No me molesté en escuchar a escondidas; los gritos serían en ruso, por lo menos en su mayor parte. Después, alrededor de las ocho, se hizo un silencio inusual. Supuse que se habían acostado unas dos horas antes de lo habitual, y fue un alivio.

Estaba pensando en meterme en la cama yo también, cuando el Cadillac tipo yate de los De Mohrenschildt se detuvo junto a la acera. Jeanne salió como deslizándose y George emergió del coche con su típico ímpetu de muñeco con resorte. Abrió la puerta de atrás del lado del conductor y sacó un gran conejo de peluche de improbable pelaje púrpura. Me quedé mirando como un pasmarote por el hueco entre las cortinas hasta que caí en la cuenta: el día siguiente era Domingo de Pascua.

Se dirigieron a la escalera de la entrada. Ella caminaba; George, a la cabeza, iba al trote. Sus contundentes pisotones en los maltrechos peldaños hacían temblar el edificio entero.

Oí voces de sorpresa sobre mi cabeza, tenues pero a todas luces intrigadas. Pasos cruzaron mi techo a la carrera y el aplique de mi salón se tambaleó. ¿Creían los Oswald que la policía de Dallas llegaba para arrestar a alguien? ¿O que quizá era uno de los agentes del FBI que vigilaban a Lee cuando vivía con su familia en Mercedes Street? Esperaba que el muy cabroncete tuviera el corazón en un puño, que estuviera al borde de un ataque.

Sonó una ráfaga de golpes en la puerta del final de la escalera, y De Mohrenschildt gritó en tono jovial:

—¡Abre, Lee! ¡Abre, pagano!

La puerta se abrió. Me puse los auriculares pero no oí nada. Entonces, justo cuando había decidido probar con el cuenco de Tupperware, Lee o Marina encendieron la lámpara del micro. Volvía a funcionar, al menos por el momento.

—… para la niña —decía Jeanne.

—¡Oh, gracia! —replicó Marina—. ¡Mucha gracia, Jeanne, qué amable!

—¡No te quedes ahí plantado, camarada, tráenos algo de beber! —exclamó De Mohrenschildt. Se diría que él ya llevaba unas copas en el coleto.

—Solo tengo té —dijo Lee. Sonaba enfurruñado y soñoliento.

—Té está bien. En el bolsillo tengo algo que le dará un toquecito. —Casi lo veía guiñar el ojo.

Marina y Jeanne se pasaron al ruso. Lee y De Mohrenschildt —cuyos pesados pasos eran inconfundibles— se dirigieron a la zona de la cocina, donde yo sabía que los perdería. Las mujeres estaban de pie cerca de la lámpara; sus voces cubrirían la conversación de los hombres.

Entonces Jeanne, en inglés:

—Oh, cielo santo, ¿eso es un arma?

Todo se detuvo, incluido —o eso me pareció— mi corazón.

Marina se rio. Fue una carcajada leve y tintineante, como de cóctel, jajaja, más falsa que Judas.

—Pierde trabajo, no tenemos dinero, y esta persona loca compra rifle. Yo digo: «Mete en armario, loco idioto, para no estropear mi embarazo».

—Quería practicar un poco de tiro, nada más —dijo Lee—. En los Marines se me daba bastante bien. No me levantaron la bandera roja ni una sola vez.

Otro silencio. Pareció durar eternamente. Luego atronó la risotada campechana de De Mohrenschildt.

—¡Vamos, a otro perro con ese hueso! ¿Cómo es que no le diste, Lee?

—No sé de qué cojones hablas.

—¡Del general Walker, muchacho! Alguien estuvo a punto de rociar con sus sesos racistas la pared de su despacho en la casa que tiene en Turtle Creek. ¿Me estás diciendo que no lo sabías?

—Justamente hace un tiempo que no leo los periódicos.

—¿Ah, sí? —dijo Jeanne—. ¿No es el Times Herald eso que veo encima de ese taburete?

—Quiero decir que no leo las noticias. Demasiado deprimente. Solo las historietas y los anuncios de trabajo. El Gran Hermano dice que consiga empleo o la cría se morirá de hambre.

—O sea que no fuiste tú el autor de ese disparo chapucero, ¿eh? —preguntó De Mohrenschildt.

Pinchándole. Azuzándole.

La cuestión era por qué. ¿Porque De Mohrenschildt no hubiese creído ni en sus sueños más descabellados que un mequetrefe como Ozzie el Conejo era el tirador del miércoles anterior por la noche… o porque sabía que lo era? Deseé de todo corazón que las mujeres no estuvieran presentes. Si tenía la oportunidad de escuchar a Lee y a su peculiar compadre hablando de hombre a hombre, mis preguntas podrían haber hallado respuesta. Tal y como estaban las cosas, aún no podía estar seguro.

—¿Crees que sería tan loco como para disparar a alguien cuando J. Edgar Hoover no me quita el ojo de encima? —Por el tono de voz se diría que Lee intentaba seguirle el juego, hacerle el coro a George para no cantar tanto él solo, pero no le estaba saliendo muy bien.

—Nadie cree que disparases a nadie, Lee —dijo Jeanne en tono tranquilizador—. Solo promete que, cuando tu hija empiece a caminar, encontrarás un sitio más seguro que el armario para ese fusil tuyo.

Marina replicó a eso en ruso, pero yo veía de vez en cuando a la cría en el patio de al lado y sabía lo que estaba diciendo: que June ya caminaba.

—A Junie le encantará el regalo —dijo Lee—, pero no celebramos la Pascua. Somos ateos.

A lo mejor él lo era, pero, según las notas de Al, Marina —con la ayuda de su admirador, George Bouhe— había bautizado a June en secreto por la época de la Crisis de los Misiles.

—Y nosotros —dijo De Mohrenschildt—. ¡Por eso celebramos el Conejo de Pascua! —Se había acercado más a la lámpara, y su risotada por poco me deja sordo.

Hablaron durante diez minutos más, mezclando inglés y ruso. Entonces Jeanne dijo:

—Ya os dejamos en paz. Creo que os hemos sacado de la cama.

—No, no, estábamos levantados —dijo Lee—. Gracias por la visita.

—Hablaremos pronto, ¿vale, Lee? —dijo George—. Puedes venir al club de campo. ¡Organizaremos a los camareros en una cooperativa!

—Claro, claro. —Ya avanzaban hacia la puerta.

De Mohrenschildt dijo algo más, pero demasiado bajo para que yo pudiera pillar más de un par de palabras. Podrían haber sido «recuperarlo» o «el respaldo».

¿Cuándo fuiste a recuperarlo? ¿Era eso lo que había dicho? Como «¿Cuándo fuiste a recuperar el fusil que dejaste escondido?».

Reproduje la cinta media docena de veces pero, a velocidad superlenta, no había manera de saberlo con certeza. Permanecí en vela mucho después de que los Oswald se fueran a dormir; seguía despierto a las dos de la madrugada, cuando June lloró un ratito hasta que su madre la devolvió al país de los sueños con su arrullo. Pensé en Sadie, que dormía el sueño sin descanso de la morfina en el hospital Parkland. La habitación era fea y la cama era estrecha, pero yo allí habría conseguido dormir, estaba seguro.

Pensé en De Mohrenschildt, ese frenético histrión que se rasgaba la camisa. ¿Qué has dicho, George? ¿Qué has dicho justo al final? ¿Ha sido «¿Cuándo lo recuperaste?»? ¿Ha sido «Animo, no es tan desastre»? ¿Ha sido «No dejes que se retrase»? ¿O algo que no tiene nada que ver?

Al final me dormí. Y soñé que me hallaba en una feria con Sadie. Llegábamos a un tenderete de tiro al blanco en el que estaba Lee con su fusil encajado en el hueco del hombro. El feriante era George de Mohrenschildt. Lee disparó tres veces y no alcanzó un solo blanco.

—Lo siento, hijo —dijo De Mohrenschildt—, no hay premio para los chicos que sacan bandera roja. Luego se volvió hacia mí y sonrió.

—Acércate, hijo, a lo mejor tienes más suerte. Alguien tiene que matar al presidente, así que ¿por qué no tú?

Me desperté sobresaltado con la primera luz débil del día. Encima de mí, los Oswald seguían durmiendo.