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Fue un grupillo silencioso y desanimado el que salió del hospital esa tarde. Al llegar al límite del aparcamiento, la señorita Ellie me tocó la manga.

—Tendría que haberte hecho caso, George. Lo siento tanto…

—No estoy seguro de que hubiese cambiado nada —dije— pero, si quieres compensármelo, pídele a Freddy Quinlan que me llame. Es el agente inmobiliario con el que traté cuando llegué a Jodie. Quiero estar cerca de Sadie este verano, y eso significa que necesitaré alquilar una casa.

—Puedes quedarte conmigo —ofreció Deke—. Tengo sitio de sobra.

Me volví hacia él.

—¿Estás seguro?

—Me harías un favor.

—Pagaré encantado…

Me acalló con un gesto de la mano.

—Puedes ayudar con las compras. Con eso bastará.

Él y Ellie habían llegado en la ranchera de Deke. Miré cómo partían y después caminé con paso cansino hasta mi Chevrolet, que ya me parecía —es probable que fuera injusto— un coche gafado. En mi vida había tenido menos ganas de volver a Neely Oeste, donde sin duda oiría cómo Lee desahogaba en Marina sus frustraciones por haber fallado con el general Walker.

—¿Señor A.? —Era Mike. Bobbi Jill estaba unos pasos más atrás, con los brazos cruzados con firmeza bajo los pechos. Parecía triste y muerta de frío.

—Sí, Mike.

—¿Quién pagará las facturas del hospital de la señorita Dunhill? ¿Y todas esas operaciones de las que ha hablado el médico? ¿Está asegurada?

—Algo. —Pero ni por asomo lo suficiente, no para algo como aquello. Pensé en sus padres, pero el hecho de que todavía no hubiesen hecho acto de presencia resultaba preocupante. No la culparían a ella de lo que había hecho Clayton…, ¿verdad? No veía por qué, pero yo venía de un mundo en el que un negro era presidente del país y las mujeres eran, en términos generales, tratadas como iguales. Nunca como en ese momento, 1963, me pareció tanto un país extranjero.

—Ayudaré tanto como pueda —dije, pero ¿cuánto sería eso? Mis reservas de efectivo eran lo bastante amplias para mantenerme unos meses más, pero no lo suficiente para pagar media docena de intervenciones de reconstrucción facial. No quería volver a la Financiera Faith de Greenville Avenue, pero supuse que lo haría si no quedaba más remedio. Faltaba menos de un mes para el Derbi de Kentucky y, según la sección de apuestas de las notas de Al, el ganador sería Chateaugay, al que nadie consideraba aspirante. Si apostaba mil a que ganaba, me sacaría siete u ocho de los grandes, lo suficiente para pagar la estancia hospitalaria de Sadie y —con los precios de 1963— parte de las operaciones posteriores.

—Tengo una idea —dijo Mike, y luego miró por encima de su hombro. Bobbi Jill le dedicó una sonrisa de ánimo—. Bueno, la idea la hemos tenido yo y Bobbi Jill.

—Bobbi Jill y yo, Mike. Ya no eres ningún crío, así que no hables como tal.

—Vale, vale, lo siento. Si viene diez minutitos a la cafetería, se la explicaremos.

Los acompañé. Tomamos café. Escuché su idea. Me pareció bien. A veces, cuando el pasado armoniza consigo mismo, el hombre sabio se aclara la garganta y canta a coro con él.