8

Clayton había forzado la entrada principal de tal manera que no cerraba bien. Sadie no se dio cuenta, pero Deke sí. En vez de llamar, la abrió de par en par y entró con la cacerola en las manos. Clayton seguía sentado en el puf, y la pistola aún apuntaba a Sadie, pero había dejado el cuchillo en el suelo, a su lado. Deke dijo después que ni siquiera sabía que Clayton tenía un cuchillo. Dudo que en realidad reparase en la pistola. Tenía la atención fija en Sadie. La parte superior de su vestido azul era ya de un granate turbio. Su brazo y el lado del sofá sobre el que colgaba estaban cubiertos de sangre. Pero lo peor de todo era su cara, que tenía vuelta hacia él. Su mejilla izquierda pendía en dos jirones, como un telón rasgado.

¡Oh, Dios mío! ¡Sadie! —El grito fue espontáneo, puro pasmo y nada más.

Clayton se volvió, con el labio superior alzado en una mueca de furia. Levantó la pistola. Lo vi mientras cruzaba como una exhalación la puerta que separaba el salón de la cocina. Y vi que Sadie lanzaba el pie adelante como un pistón para patear el puf. Clayton disparó, pero la bala fue a dar en el techo. Mientras intentaba levantarse, Deke lanzó la cacerola. La tapa se deslizó. Fideos, carne picada, pimientos verdes y salsa de tomate volaron en abanico. La cacerola, todavía más que medio llena, alcanzó el brazo derecho de Clayton. El chop suey se derramó. La pistola salió volando.

Vi la sangre. Vi la cara destrozada de Sadie. Vi a Clayton agachado sobre la alfombra ensangrentada y levanté mi propia pistola.

¡No! —gritó Sadie—. ¡No, por favor, no lo hagas!

El chillido me despejó como una bofetada. Si lo mataba, me convertiría en objeto de investigación policial por justificado que estuviera el homicidio. Mi identidad de George Amberson se vendría abajo y perdería cualquier oportunidad de impedir el asesinato en noviembre. Además, ¿hasta qué punto estaría justificado? El tipo estaba desarmado.

O eso pensaba, porque tampoco vi el cuchillo. Estaba oculto por el puf volcado. Aunque hubiera estado a la vista, podría habérseme escapado.

Volví a guardarme la pistola en el bolsillo y lo puse en pie de un tirón.

—¡No puedes pegarme! —Escupía al hablar. Sus ojos revoloteaban como los de la víctima de un ataque epiléptico. Se le escapó la orina; oí el chorrillo al caer sobre la alfombra—. Soy un enfermo mental, no soy responsable de mis actos, no puede responsabilizárseme de mis actos, tengo un certificado, está en la guantera de mi coche, te lo enseña…

El gimoteo de su voz, el terror miserable de su cara ahora que estaba desarmado, la manera en que su pelo rubio anaranjado le colgaba sobre la cara en pegotes, hasta el olor a chop suey… todo eso me enfurecía. Pero más que nada era Sadie, encogida sobre el sofá y empapada en sangre. Se le había soltado el pelo, y por el lado izquierdo colgaba en un coágulo junto a su rostro atrozmente herido. Le quedaría una cicatriz en el mismo sitio donde Bobbi Jill llevaba el fantasma de la suya, por supuesto que sí, el pasado armoniza, pero la herida de Sadie parecía muchísimo peor.

Le di un bofetón en el lado derecho de la cara lo bastante fuerte para que un poco de saliva saliera disparada desde la comisura izquierda de la boca.

—¡Loco cabrón, esto es por la escoba!

Repetí en el otro lado, de modo que en esa ocasión la saliva voló desde la comisura derecha de la boca, y me regodeé en su aullido con esa amargura y tristeza que se reserva solo para las peores ocasiones, aquellas en las que el mal es demasiado grande para retirarlo. O perdonarlo.

—¡Esto es por Sadie!

Cerré el puño. En algún otro mundo, Deke gritaba al auricular del teléfono. ¿Y se estaba frotando el pecho, como lo había hecho Turcotte? No. Por lo menos todavía no. En ese mismo otro mundo Sadie gemía.

—¡Y esto es por mí!

Lancé el puño adelante y —he dicho que contaría la verdad, hasta la última palabra—, cuando se le astilló la nariz, su grito de dolor fue música para mis oídos. Lo solté y se derrumbó en el suelo.

Entonces me volví hacia Sadie.

Ella intentó levantarse del sofá y se cayó hacia atrás. Trató de tenderme los brazos, pero tampoco pudo, y cayeron sobre su vestido ensangrentado. Los ojos empezaron a ponérsele en blanco y vi claro que estaba a punto de desmayarse, pero aguantó.

—Has venido —susurró—. Oh, Jake, has venido por mí. Los dos habéis venido.

—¡Bee Tree Lane! —gritaba Deke al teléfono—. ¡No, no sé el número, no lo recuerdo, pero verán delante a un viejo con chop suey en los zapatos moviendo los brazos! ¡Dense prisa! ¡Ha perdido mucha sangre!

—Quédate quieta —dije—. No intentes…

Sadie abrió mucho los ojos. Miraba por encima de mi hombro.

—¡Cuidado! ¡Jake, cuidado!

Me di la vuelta y busqué la pistola en mi bolsillo. Deke también se volvió, sostenía el auricular del teléfono con sus dos manos artríticas, como una porra. Pero aunque Clayton había recogido el cuchillo que había empleado para desfigurar a Sadie, sus días de agredir a las personas habían terminado. A las que no fueran él mismo, se entiende.

Era otra escena en la que yo había actuado antes, en aquella ocasión en Greenville Avenue, no mucho después de llegar a Texas. No sonaba Muddy Waters a todo volumen desde La Rosa del Desierto, pero allí tenía a otra mujer malherida y a otro hombre sangrando de otra nariz rota, con la camisa desabrochada ondeando casi hasta la altura de sus rodillas. Sostenía un cuchillo en vez de una pistola, pero por lo demás era lo mismo.

—¡No, Clayton! —grité—. ¡Suéltalo!

Sus ojos, visibles a través de pegotes de pelo naranja, miraban desorbitados a la mujer aturdida y medio inconsciente del sofá.

—¿Es esto lo que quieres, Sadie? —gritó—. ¡Si esto es lo que quieres, te daré lo que quieres!

Con una sonrisilla desesperada, se llevó el cuchillo a la garganta… y cortó.