El patio de detrás de la casa de Apple Blossom Way no era del todo igual al que daba a la residencia de los Dunning, pero había semejanzas. Para empezar, había una caseta de perro, aunque sin cartel que rezase AQUÍ VIVE TU CHUCHO. En lugar de eso, pintadas con letra insegura de niño sobre la entrada con forma de puerta redondeada, estaban las palabras CAZA DE BUTCH. Y no había niños disfrazados. Era la estación incorrecta.
El seto, sin embargo, parecía exactamente igual.
Lo atravesé por la fuerza, sin apenas reparar en los arañazos que las rígidas ramas me causaban en los brazos. Crucé el patio trasero de Sadie corriendo agachado y probé la puerta. Cerrada. Palpé debajo del peldaño, seguro de que la llave habría volado porque el pasado armonizaba pero el pasado era obstinado.
Estaba allí. La saqué, la metí en la cerradura y apliqué una presión lenta y creciente. Sonó un leve chasquido en el interior de la puerta cuando el pestillo retrocedió. Me puse rígido, esperando oír un grito de alarma. No sonó ninguno. Había luz en el salón, pero no oí voces. Quizá Sadie ya estaba muerta y Clayton se había ido.
Dios, por favor, no.
En cuanto abrí la puerta con cuidado, sin embargo, lo oí. Hablaba en una letanía monótona y alta que le hacía sonar como Billy James Hargis hasta arriba de tranquilizantes. Le estaba contando lo puta que era y cómo le había arruinado la vida. O quizá estuviera hablando de la chica que había intentado tocarle. Para Johnny Clayton todas eran lo mismo: portadoras de enfermedades ansiosas de sexo. Había que poner las cosas claras. Y la escoba, por supuesto.
Me quité los zapatos y los dejé en el linóleo. La luz del fregadero estaba encendida. Miré mi sombra para asegurarme de que no atravesara el umbral antes que yo. Saqué mi pistola del bolsillo de la chaqueta y empecé a cruzar la cocina con la intención de plantarme junto a la entrada del salón hasta que oyese: «¡Avon llama a su puerta!». Después entraría como una flecha.
Solo que eso no sucedió. Cuando Deke dio una voz, esta no tuvo nada de alegre. Fue un grito de furia atónita. Y no llegó de la entrada principal, sino de dentro mismo de la casa.
—¡Oh, Dios mío! ¡Sadie!
Después de eso, todo sucedió muy, muy deprisa.