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He contado la verdad hasta ahora, y pienso contar la verdad a continuación aunque me deje por los suelos: mi primer pensamiento mientras mi mano insensible dejaba el auricular en su sitio fue que se equivocaba, que los valores no se equilibraban. En un plato de la balanza estaba una guapa bibliotecaria de instituto. En el otro, un hombre que conocía el futuro y tenía —por lo menos en teoría— el poder de cambiarlo. Por un segundo una parte de mí llegó a pensar en sacrificar a Sadie y cruzar la ciudad para observar el callejón que separaba Oak Lawn Avenue y Turtle Creek Boulevard para descubrir si el hombre que cambió la historia de Estados Unidos actuó solo.

Entonces me subí a mi Chevy y arranqué rumbo a Jodie. En cuanto entré en la Autopista 77, fijé el indicador de velocidad en ciento diez kilómetros por hora y no lo moví de allí. Mientras conducía, busqué a tientas los cierres de mi maletín, saqué la pistola y me la guardé en el bolsillo interior de la chaqueta.

Comprendí que tendría que involucrar a Deke en aquello. Era viejo y ya no se sostenía muy firme, pero sencillamente no había nadie más. Él querría involucrarse, me dije. Apreciaba a Sadie. Se lo veía en la cara cada vez que la miraba.

Y él ya ha vivido su vida, dijo mi frío raciocinio. Ella no. En cualquier caso, tendrá la misma elección que te ha dado el lunático. No tiene por qué ir.

Pero iría. A veces lo que nos ofrecen como elecciones no son elecciones en absoluto.

Nunca había echado tanto de menos mi móvil, desechado hacía mucho, como en aquel trayecto de Dallas a Jodie. Lo más que pude conseguir fue una cabina de teléfono en una gasolinera de la Ruta 109, pasados unos ochocientos metros de la valla del campo de fútbol. Al otro lado el teléfono sonó tres veces…, cuatro…, cinco…

Cuando estaba a punto de colgar, Deke dijo:

—¿Oiga? ¿Oiga? —Sonaba irritado y sin aliento.

—¿Deke? Soy George.

—¡Hombre, chico! —De repente la versión de esa noche de Bill Turcotte (de la popular y veterana obra de teatro El marido homicida) sonaba encantado en vez de molesto—. Estaba fuera, en mi jardín, junto a la casa. Casi dejo que suene, pero luego he…

—Calla y escucha. Ha pasado algo muy malo. Todavía está pasando. Sadie está herida, y creo que es grave.

Se produjo una breve pausa. Cuando Deke volvió a hablar, sonaba más joven: como el tipo duro que sin duda había sido hacía cuarenta años y dos esposas. O quizá era solo esperanza. Esa tarde lo único que tenía era esperanza y a un sesentón.

—Hablas de su marido, ¿verdad? Esto es culpa mía. Creo que lo vi, pero fue hace semanas. Y tenía el pelo mucho más largo que en la foto del anuario. Tampoco lo llevaba del mismo color. Era casi naranja. —Una pausa momentánea, y después una palabra que nunca le había oído antes—: ¡Joder!

Le conté lo que Clayton quería y lo que me proponía hacer. El plan era bastante sencillo. ¿El pasado armonizaba consigo mismo? Vale, le dejaría hacerlo. Sabía que Deke podía sufrir un infarto —a Turcotte le había pasado— pero no pensaba permitir que eso me detuviera. No pensaba dejar que nada me detuviera. Se trataba de Sadie.

Esperé a que me preguntase si no sería mejor dejar aquello en manos de la policía pero, por supuesto, él ni se lo planteó. Doug Reems, el agente de Jodie, era miope, llevaba un aparato ortopédico en la pierna y era más viejo todavía que Deke. Tampoco me preguntó por qué no había llamado a la policía estatal desde Dallas. Si lo hubiera hecho, le habría explicado que creía que Clayton iba en serio cuando dijo que mataría a Sadie si veía una sola luz intermitente. Eso era cierto, pero no era el auténtico motivo. Quería ocuparme en persona de aquel malnacido.

Estaba muy enfadado.

—¿A qué hora te espera, George?

—No más tarde de las siete y media.

—Y ahora son… menos cuarto, en mi reloj. Lo que nos da una pizca de tiempo. La calle de detrás de Bee Tree es Apple… no sé qué. No me acuerdo del nombre exacto. ¿Es allí donde estarás?

—Correcto. La casa de detrás de la de ella.

—Podemos vernos allí dentro de cinco minutos.

—Claro, si conduces como un lunático. Que sean diez. Y lleva algún complemento, algo que él pueda ver desde la ventana del salón si se asoma. No sé, a lo mejor…

—¿Servirá una cacerola?

—Vale. Nos vemos en diez minutos.

Antes de que pudiera colgar, me preguntó:

—¿Llevas pistola?

—Sí.

Su respuesta se aproximó al gruñido de un perro.

—Bien.