Sadie vivía en un rancho prefabricado de una sola planta en Bee Tree Lane, parte de una urbanización de cuatro o cinco manzanas de viviendas idénticas en el lado oeste de Jodie. Una fotografía aérea de la zona en un libro de historia de 2011 podría haber llevado como pie PRIMERAS VIVIENDAS DE MEDIADOS DE SIGLO. Esa tarde llegó allí hacia las tres, al acabar una reunión después de clase con los estudiantes que la ayudaban en la biblioteca. Dudo que reparase en el Plymouth Fury blanco sobre rojo que había aparcado a cierta distancia calle abajo.
En la otra acera, cuatro o cinco casas más abajo, la señora Holloway estaba lavando su coche (un Renault Dauphine que el resto de los vecinos miraban de reojo con cierto recelo). Sadie la saludó con la mano al salir de su Volkswagen Escarabajo. La señora Holloway le devolvió el saludo. Ser las únicas poseedoras de coches extranjeros (y en cierto modo extraterrestres) de la manzana las unía en una camaradería superficial.
Sadie recorrió el caminito hasta su puerta y se quedó allí plantada un momento, con la frente arrugada. Estaba entreabierta. ¿La había dejado así? Entró y cerró a su espalda. La puerta no cerró bien porque habían forzado la cerradura, pero no se dio cuenta. Para entonces toda su atención estaba fija en la pared de encima del sofá. Allí, escritas con su propio pintalabios, había dos palabras con letras de un metro de altura: SUCIA ZORRA.
Tendría que haber salido corriendo en ese momento, pero su horror e indignación eran tan grandes que no dejaban sitio para el miedo. Sabía quién había sido, pero sin duda Johnny se había marchado. El hombre con el que se había casado era poco amigo de la confrontación física. Sí, había habido palabras subidas de tono y algún que otro bofetón, pero nada más.
Además, había ropa interior de ella por todo el suelo.
Formaban un tosco rastro desde el salón hasta su dormitorio por el corto pasillo. Todas las prendas —combinaciones, enaguas, sujetadores, bragas, la faja que no necesitaba pero a veces se ponía— estaban rajadas. Al final del pasillo, la puerta del baño se encontraba abierta. Habían arrancado el toallero. En los azulejos había escrito, también con su pintalabios, otro mensaje: PUTA ASQUEROSA.
La puerta de su dormitorio también estaba abierta. Fue hasta ella y se plantó en el umbral sin sospechar en absoluto que Johnny Clayton esperaba detrás con un cuchillo en la mano y una Smith & Wesson Victory del .38 en la otra. El revólver que llevaba ese día era de la misma marca y modelo que el que usaría Lee Oswald para quitar la vida al policía de Dallas J. D. Tippit.
Vio su pequeño neceser abierto sobre la mesa y su contenido, más que nada maquillaje, desperdigado sobre la colcha. Las puertas en acordeón del armario estaban plegadas. Varias de sus prendas todavía colgaban tristemente de sus perchas; la mayoría descansaban en el suelo. Las habían rajado todas.
—¡Johnny, cabrón! —Sadie había querido gritar esas palabras, pero la impresión era demasiado fuerte. Le salió un susurro.
Arrancó a caminar hacia el armario pero no llegó muy lejos. Un brazo se enroscó en torno a su cuello y un pequeño círculo de acero le apretó con fuerza la sien.
—No te muevas, no pelees. Si lo haces, te mato.
Sadie intentó zafarse y él le dio un golpe seco en la cabeza con el corto cañón del revólver. Al mismo tiempo, hizo más fuerza con el brazo alrededor de su cuello. Sadie vio el cuchillo que sostenía con el puño cerrado al final del brazo que la estrangulaba y dejó de forcejear. Era Johnny —reconocía la voz— pero en realidad no era Johnny. Había cambiado.
Tendría que haberle hecho caso, pensó, refiriéndose a mí. ¿Por qué no hice caso?
Johnny la llevó a la fuerza hasta el salón, sin quitarle el brazo del cuello, y después la hizo girar sobre sus talones y la lanzó contra el sofá, donde cayó con las piernas abiertas.
—Bájate el vestido. Se te ven las ligas, so puta.
Él llevaba un pantalón de peto (solo eso bastaba para que Sadie creyera que estaba soñando) y se había teñido el pelo de un extraño rubio anaranjado. Casi le dio la risa.
Johnny se sentó en el puf delante de ella. La pistola apuntaba a su estómago.
—Vamos a llamar a tu pichabrava.
—No sé de qué…
—Amberson. Ese con el que juegas a esconder el salchichón en el picadero de Kileen. Lo sé todo. Llevo mucho tiempo vigilándote.
—Johnny, si te vas ahora no llamaré a la policía. Lo prometo. Aunque me hayas destrozado la ropa.
—Ropa de puta —dijo él con desprecio.
—No sé… No sé su número.
Su libreta de direcciones, la que solía guardar en su pequeño estudio junto a la máquina de escribir, yacía abierta junto al teléfono.
—Yo sí. Está en la primera página. He mirado primero en la P de Pichabrava, pero no estaba allí. Yo haré la llamada, para que no se te ocurra decirle algo a la operadora. Después hablarás con él.
—No lo haré, Johnny, no si piensas hacerle daño.
Él se inclinó hacia delante. Su raro pelo rubio anaranjado le cayó delante de los ojos y él lo apartó con la mano que sostenía la pistola. Después usó la del cuchillo para descolgar el teléfono. La pistola siguió apuntando a su abdomen sin vacilar.
—Te explico, Sadie —dijo, y sonaba casi racional—. Voy a matar a uno de los dos. El otro puede vivir. Tú decides quién será.
Hablaba en serio. Se lo veía en la cara.
—¿Y… y si no está en casa?
Se rio de que fuera tan tonta.
—Entonces morirás, Sadie.
Ella debió de pensar: Puedo ganar algo de tiempo. Hay por lo menos tres horas de Dallas a Jodie, más si hay mucho tráfico. Tiempo suficiente para que Johnny entre en razón. A lo mejor. O para que se distraiga lo bastante para que le tire algo y yo aproveche para salir disparada por la puerta.
Clayton marcó el 0 sin mirar la libreta (su memoria para los números siempre había sido poco menos que perfecta) y pidió que lo pasaran con el Westbrook 7-5430. Escuchó y a continuación dijo:
—Gracias, operadora.
Luego, silencio. En algún lugar, más de ciento cincuenta kilómetros al norte, sonaba un teléfono. Sadie debió de preguntarse cuántos tonos esperaría Johnny antes de colgar y dispararle en la barriga.
Entonces su cara de atención cambió. Se animó y hasta sonrió un poco. Tenía los dientes tan blancos como siempre, observó Sadie, y ¿por qué no? Siempre se los había cepillado por lo menos media docena de veces al día.
—Hola, señor Amberson. Aquí hay alguien que tiene algo que decirle.
Se levantó del puf y entregó el teléfono a Sadie. Cuando ella se lo llevaba a la oreja, lanzó un tajo con el cuchillo, rápido como el ataque de una serpiente, y le rajó un lado de la cara.