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Por un momento no hice otra cosa que mirar boquiabierto, incapaz de moverme o hablar. Más que nada por su presencia inesperada, pero también había otro motivo. Hasta que la tuve plantada justo delante de mí, no caí en lo mucho que se parecían sus grandes ojos azules a los de Sadie.

Marina o no hizo caso de mi expresión de sorpresa o no reparó en ella. Tenía sus propios problemas.

—Pierdone, por favor, ¿ha visto a mi espotka? —Se mordió los labios y sacudió un poco la cabeza—. Mi ex-poso. —Intentó sonreír, algo que con esos dientes tan bien restaurados ya estaba a su alcance, pero aun así no le salió muy bien—. Perdón, señor, no hablo buen idioma. Yo Bielorrusia.

Oí que alguien —supongo que fui yo— preguntaba si se refería al hombre que vivía arriba.

—Sí, por favor, mi ex-poso, Lee. Vivimos arriba. Esta nuestra malishka, nuestra bebé. —Señaló a June, que estaba sentada al pie de la escalera en su cochecito, dándole satisfecha a su chupete—. Ahora sale todo tiempo desde que perder trabajo. —Volvió a intentar sonreír y, cuando sus ojos se arrugaron, una lágrima se derramó de la comisura del izquierdo y descendió por su mejilla.

Ajá. Al parecer a fin de cuentas el bueno de Bobby Stovall podía salir adelante sin su mejor técnico de fotoimpresión.

—No lo he visto, señora… —Estuvo a punto de escapárseme «Oswald», pero me contuve a tiempo. Y menos mal, porque ¿cómo iba a saberlo? En apariencia no les enviaban nada. Había dos buzones en el porche, pero su nombre no figuraba en ninguno de ellos. Ni el mío. A mí tampoco me enviaban nada.

—Os-wal —dijo ella, y me tendió la mano. La estreché, más convencido que nunca de que aquello era un sueño que estaba teniendo. Pero su mano pequeña y seca resultaba de lo más real—. Marina Os-wal, un plaser conosierlo, señor.

—Lo lamento, señora Oswald, hoy no le he visto. —No era cierto; lo había visto salir justo después del mediodía, poco después de que la ranchera de Ruth Paine se llevara a Marina y June rumbo a Irving.

—Preocupo por él —dijo Marina—. Él… no sé… lo siento. No querer molestarle. —Volvió a sonreír, la sonrisa más dulce y más triste del mundo, y se secó despacio la lágrima de la cara.

—Si lo veo…

De repente parecía alarmada.

—No, no, decir nada. Él no gusta que yo hable con extranios. Vendrá cenar, quizá seguro. —Bajó los escalones y habló en ruso a la niña, que se rio y estiró los brazos regordetes hacia su madre—. Adiós, señor. Muchas gracias. ¿Dirá nada?

—Vale —dije yo—. Como una tumba. —Eso no lo pilló, pero asintió y pareció aliviada cuando puse el índice delante de mis labios.

Cerré la puerta, sudaba con profusión. En algún lugar oía no ya el aleteo de una mariposa, sino el de un enjambre entero de ellas.

A lo mejor no es nada.

Observé cómo Marina empujaba el cochecito de June por la acera hacia la parada del autobús, donde con toda probabilidad pensaba esperar a su ex-poso… que andaba metido en algo. Eso, por lo menos, ella lo sabía. Lo llevaba escrito en la cara.

Estiré la mano hacia el picaporte en cuanto la perdí de vista, y fue entonces cuando sonó el teléfono. Estuve a punto de no cogerlo, pero solo tenían mi número un puñado de personas, y una de ellas era una mujer que me importaba mucho.

—¿Hola?

—Hola, señor Amberson —dijo un hombre. Tenía un suave acento sureño. No estoy seguro de si supe quién era enseguida. No me acuerdo. Creo que sí—. Aquí hay alguien que tiene algo que decirle.

Viví dos vidas a finales de 1962 y principios de 1963, una en Dallas y otra en Jodie. Se unieron a las tres y treinta y nueve de la tarde del 10 de abril. En mi oído, Sadie empezó a gritar.