La tarde del 10 de abril fue despejada y cálida, un anticipo del verano. Me puse los pantalones y una de las chaquetas de sport que había comprado durante mi año de profesor en el instituto de Denholm. El .38 Especial, cargado por completo, iba en mi maletín. No recuerdo estar nervioso; llegado por fin el momento, me sentía como un hombre enfundado en un sobre frío. Miré el reloj: las tres y media.
Mi plan consistía en dejar el coche una vez más en el aparcamiento del Alpha Beta de Wycliff Avenue. Podía llegar hacia las cuatro y cuarto como muy tarde, aunque hubiese mucho tráfico. Miraría en el callejón. Si estaba vacío, como esperaba que estuviese a esa hora, echaría un vistazo en el hueco de detrás del tablón suelto. Si las notas de Al acertaban en lo relativo a que Lee había escondido previamente el Carcano (aunque errasen acerca del escondrijo), lo encontraría allí.
Volvería a mi coche durante un rato, desde donde vigilaría la parada del autobús por si Lee se presentaba antes de tiempo. Cuando empezara la misa de las siete para recién llegados en la iglesia mormona, me acercaría dando un paseo a la cafetería que servía desayunos todo el día y me sentaría junto a la ventana. Comería sin hambre, con parsimonia, haciendo que la comida durase y viendo llegar los autobuses con la esperanza de que, cuando Lee por fin bajara de uno, estuviera solo. También esperaría no ver ese barco que George de Mohrenschildt tenía por coche.
Ése, por lo menos, era el plan.
Recogí el maletín a la vez que echaba otro vistazo al reloj. Tres y treinta y tres. El Chevy tenía gasolina y estaba a punto para arrancar. Si hubiese salido del apartamento y me hubiera subido a él entonces, como tenía planeado, mi teléfono habría sonado en un piso vacío. Pero no fue así, porque alguien llamó a la puerta justo cuando estiraba la mano hacia el picaporte.
Abrí y me encontré a Marina Oswald.