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El lunes por la mañana, alrededor de las diez, la ranchera paró ante la acera y Marina partió hacia Irving con Ruth Paine. Yo tenía un recado que hacer, y estaba a punto de salir del piso cuando oí unos pasos que bajaban por la escalera de entrada. Era Lee, pálido y desmejorado. Iba despeinado y tenía la cara moteada por un brote de acné postadolescente. Llevaba vaqueros y una gabardina ridícula que aleteaba en torno a sus pantorrillas. Caminaba con un brazo cruzado sobre el pecho, como si le dolieran las costillas.

O como si llevara algo debajo de la chaqueta. «Antes del intento, Lee ajustó la mira de su nuevo fusil en algún punto cercano a Love Field», había escrito Al. No me preocupaba dónde la ajustara. Lo que me preocupaba era lo cerca que acababa de estar de encontrármelo de bruces. Había cometido el descuido de dar por sentado que se había ido al trabajo sin que me enterase, y…

¿Por qué no estaba en el trabajo una mañana de lunes, por cierto?

Dejé correr la pregunta y salí, llevando mi maletín de estudiante. Dentro iba la novela que nunca se acabaría, las notas de Al y el trabajo en curso que describía mis aventuras en la Tierra de Antaño.

Si Lee no estaba solo la noche del 10 de abril, uno de sus cómplices, quizá el propio De Mohrenschildt, podría verme y matarme. Seguía pareciéndome improbable, pero la posibilidad de que tuviera que huir después de matar a Oswald era más verosímil. Al igual que la de ser capturado y detenido por asesinato. No quería que nadie —la policía, por ejemplo— descubriera las notas de Al o mis memorias si sucedía alguna de esas dos cosas.

Lo que importaba ese 8 de abril era sacar mis papeles del piso y alejarlos del joven confuso y agresivo que vivía en el apartamento de arriba. Fui en coche hasta el First Corn Bank de Dallas, y no me sorprendió ver que el empleado del banco que me atendió tenía un parecido asombroso con el banquero del Hometown Trust que me había ayudado en Lisbon Falls. El tipo se llamaba Richard Link en vez de Dusen, pero aun así guardaba una semejanza inquietante con el viejo director de orquesta cubano, Xavier Cugat.

Me informé sobre las cajas de seguridad. Al cabo de poco, los manuscritos se hallaban en la Caja 775. Volví a Neely Street y experimenté un momento de pánico agudo cuando no logré encontrar la puñetera llave de la caja.

Tranquilo, me dije. Está en tu bolsillo en alguna parte y, aunque no lo estuviera, tu nuevo amiguito Richard Link te hará una copia de mil amores. Puede que te cueste la friolera de un dólar.

Como si el pensamiento la hubiera invocado, encontré la llave escondida en un recoveco de la esquina de mi bolsillo, debajo de las monedas. La enganché en mi llavero, donde estaría a salvo. Si al final debía volver corriendo a la madriguera de conejo y bajaba al pasado de nuevo tras un regreso al presente, aún la tendría…, aunque entonces todo lo que había pasado en los últimos cuatro años y medio se reiniciaría. Los manuscritos que en ese momento se encontraban en una caja de seguridad se perderían en el tiempo. Eso probablemente era una buena noticia.

La mala noticia era que con Sadie pasaría lo mismo.