9

Me desperté sobresaltado al oír que alguien murmuraba entre dientes: «Todavía no es demasiado tarde». Me di cuenta de que había sido yo y cerré la boca.

Sadie masculló una protesta espesa y dio media vuelta en la cama. El familiar chirrido de los muelles me ubicó en el tiempo y el espacio: los Bungalows Candlewood, 5 de abril, 1963. Encontré a tientas mi reloj en la mesilla de noche y miré los números luminosos. Eran las dos y cuarto de la madrugada, lo que significaba que en realidad era el 6 de abril.

Todavía no es demasiado tarde.

¿Demasiado tarde para qué? ¿Para echarse atrás, conformarme con que fuera bastante bien? ¿O bastante mal, llegados a este punto? La idea de echarse atrás resultaba atractiva, bien lo sabía Dios. Si seguía adelante y las cosas salían mal, esa podía ser mi última noche con Sadie. Para siempre.

Aunque al final tengas que matarlo, no tienes por qué hacerlo enseguida.

Muy cierto. Tras el intento de asesinato del general, Oswald iba a trasladarse a Nueva Orleans durante una temporada —otro piso de mierda, que yo ya había visitado—, pero tardaría dos semanas. Eso me daría tiempo de sobra para detener su reloj. Sin embargo, tenía la sensación de que sería un error esperar mucho. Podría encontrar motivos para seguir esperando. El mejor lo tenía a mi lado en esa cama: largo, encantador y suavemente desnudo. Tal vez ella era una mera trampa más, tendida por ese pasado obstinado, aunque eso daba igual, porque la amaba. Y podía imaginar —con lamentable claridad— una hipótesis en la que tendría que huir después de matar a Oswald. Pero ¿adonde? De vuelta a Maine, por supuesto. Con la esperanza de adelantarme a la policía lo suficiente para llegar a la madriguera de conejo y escapar a un futuro donde Sadie Dunhill tendría… bueno… unos ochenta años. Eso, si estaba viva. Dada su adicción al tabaco, sería mucho pedir.

Me levanté y fui a la ventana. Solo unos pocos bungalows estaban ocupados ese fin de semana de principios de primavera. Había una camioneta manchada de barro o estiércol con un remolque lleno de lo que parecían herramientas de granja. Una motocicleta Indian con sidecar. Un par de rancheras. Y un Plymouth bicolor. La luna asomaba y se escondía entre las nubes tenues y resultaba imposible distinguir el color de la mitad inferior del coche con esa luz vacilante, pero aun así estaba bastante seguro de saber cuál era.

Me puse los pantalones, la camiseta interior y los zapatos. Después salí de la cabaña y crucé el patio. El aire gélido me azotaba la piel, que aún conservaba el calor de la cama, pero apenas lo sentía. Sí, el coche era un Fury, y sí, era blanco sobre rojo, pero ese no era ni de Maine ni de Arkansas; la matrícula era de Oklahoma y la pegatina del parabrisas trasero rezaba ARRIBA, SOONERS. Miré dentro y vi libros desperdigados. Un estudiante que tal vez iba rumbo al sur para visitar a sus padres durante las vacaciones de primavera. O una pareja de profesores a los que les había dado un calentón y aprovechaban la liberal política de admisiones de Candlewood.

Un tintineo más, no del todo afinado, emitido por el pasado al armonizarse consigo mismo. Di unas palmadas en el maletero, como había hecho en Lisbon Falls, y volví al bungalow. Sadie se había bajado la sábana hasta la cintura y, cuando entré, la corriente la despertó. Se sentó y se tapó los pechos con la sábana, aunque la dejó caer al ver que era yo.

—¿No puedes dormir, cariño?

—Tenía una pesadilla y he salido a que me diera un poco el aire.

—¿Qué ha sido?

Me desabroché los vaqueros y me quité los mocasines con los pies.

—No me acuerdo.

—Inténtalo. Mi madre siempre decía que, si cuentas tus sueños, no se harán realidad.

Me metí en la cama con ella sin más prenda que la camiseta interior.

—La mía decía que no se hacen realidad si besas a tu chica.

—¿De verdad decía eso?

—No.

—Bueno —dijo ella en tono reflexivo—, es posible. Vamos a intentarlo.

Lo intentamos.

Una cosa llevó a la otra.