Las calles que delimitaban la manzana de Dallas que me interesaba eran Turtle Creek Boulevard (donde vivía el general), Wycliff Avenue (donde había aparcado), Avondale Avenue (que fue la que tomé después de corresponder al saludo de Walker) y Oak Lawn, una calle de pequeños comercios que quedaba directamente detrás de la casa del general. Oak Lawn era la que más me interesaba, porque sería la vía de llegada y de escape para Lee la noche del 10 de abril.
Me detuve ante Texas Shoes & Boots, con el cuello de la chaqueta vaquera levantado y las manos metidas en los bolsillos. Unos tres minutos después de que tomara esa posición, el autobús paró en la esquina de Oak Lawn con Wycliff. Dos mujeres cargadas con bolsas de la compra se apearon en cuanto se abrieron las puertas. Después Lee bajó a la acera. Llevaba una bolsa de papel marrón, como si fuera el almuerzo de un trabajador.
En la esquina había una gran iglesia de piedra. Lee se acercó como si tal cosa a la verja de hierro que la cercaba, leyó el tablón de anuncios, se sacó una libretita del bolsillo delantero y anotó algo. Después de eso arrancó a caminar en mi dirección, guardando el cuaderno en el bolsillo mientras andaba. Eso no me lo esperaba. Al había creído que Lee pensaba esconder su fusil cerca de las vías del tren, al otro lado de Oak Lawn Avenue, a unos ochocientos metros de distancia. Pero a lo mejor las notas eran erróneas, porque Lee ni siquiera miró de reojo en esa dirección. Estaba a setenta u ochenta metros, y se acercaba deprisa a mi posición.
Me verá y hablará conmigo, pensé. Me dirá: «¿No eres el vecino de abajo? ¿Qué haces aquí?». Si lo hacía, el futuro se desviaría en una nueva dirección. Eso no era bueno.
Miré fijamente los zapatos y las botas del escaparate mientras el sudor me empapaba la nuca y me resbalaba por la espalda. Cuando por fin me arriesgué y desvié la mirada hacia la izquierda, Lee había desaparecido. Fue como un truco de magia.
Caminé disimuladamente calle arriba. Deseé haberme puesto una gorra, quizá hasta unas gafas de sol; ¿por qué no lo había hecho? ¿Qué clase de agente secreto de pacotilla era?
Llegué a una cafetería que estaba a media manzana y en cuyo cristal había un cartel que anunciaba DESAYUNO TODO EL DÍA. Lee no estaba dentro. Pasada la cafetería se abría la boca de un callejón. Me dirigí poco a poco hasta allí, eché un vistazo a la derecha y lo vi. Estaba de espaldas a mí. Había sacado la cámara de la bolsa de papel pero no estaba fotografiando con ella, por lo menos todavía no. Estaba examinando cubos de basura. Levantaba las tapas, miraba dentro y los cubría de nuevo.
Todos los huesos de mi cuerpo —y con eso quiero decir todos los instintos de mi cerebro, supongo— me empujaban a seguir adelante antes de que se girase y me viera, pero una poderosa fascinación me detuvo allí un poquito más. Creo que le hubiera pasado a la mayoría. ¿Cuántas oportunidades se nos presentan, al fin y al cabo, de observar a un tipo enfrascado en la planificación de un asesinato a sangre fría?
Se adentró un poco más en el callejón y luego se detuvo ante una plancha circular de hierro incrustada en un saliente de cemento. Intentó levantarla. Nada que hacer.
El callejón no estaba pavimentado, tenía muchos baches y medía unos doscientos metros de longitud. A media altura, la tela metálica que vallaba jardines traseros cubiertos de malas hierbas y solares vacíos daba paso a unas altas empalizadas de tablones envueltas en hiedra que no parecían muy exuberantes tras un invierno frío y deprimente. Lee apartó unas ramas y probó suerte con un tablón. Éste cedió hacia atrás y Lee se asomó al hueco.
Los axiomas sobre que había que romper huevos para hacer una tortilla estaban muy bien, pero me parecía que ya había tentado bastante a la suerte. Seguí caminando. Al final de la manzana paré delante de la iglesia que había llamado la atención de Lee. Era la Iglesia de los Santos de los Últimos Días de Oak Lawn. El tablón de anuncios informaba de que había misas ordinarias todos los domingos por la mañana y un servicio especial para recién llegados todos los miércoles a las siete de la tarde, con un acto social de una hora a continuación. Se servía un refrigerio.
El 10 de abril caía en miércoles, y el plan de Lee (suponiendo que no fuera el de De Mohrenschildt) parecía ya bastante claro: esconder previamente el arma en el callejón y luego esperar a que terminase la misa para recién llegados, y el acto social, por supuesto. Podría oír a los fieles cuando saliesen, riendo y charlando mientras se dirigían a la parada del autobús. Los buses pasaban cada cuarto de hora; siempre había uno a punto de llegar. Lee efectuaría su disparo, escondería el arma de nuevo bajo el tablón suelto (no cerca de las vías del tren) y después se mezclaría con los que salían de la iglesia. Cuando llegase el siguiente bus, desaparecería.
Miré de reojo a mi derecha justo a tiempo de verlo salir del callejón. La cámara volvía a estar en la bolsa de papel. Fue a la parada y se apoyó en el poste. Un hombre pasó y le preguntó algo. No tardaron en entablar conversación. ¿Pegaba la hebra con un desconocido, o se trataba quizá de otro amigo de De Mohrenschildt? ¿Un cualquiera de la calle, o un compañero de conspiración? ¿Tal vez incluso el famoso Tirador Desconocido que, según los teóricos de la conspiración, había acechado en el montículo de hierba cerca de Dealey Plaza cuando la comitiva de Kennedy se acercaba? Me dije que eso era una locura. Probablemente lo fuera, pero era imposible saberlo a ciencia cierta. Eso era lo jodido del asunto.
No había manera de saber nada a ciencia cierta, ni la habría hasta que viera con mis propios ojos que Oswald estaba solo el 10 de abril. Ni siquiera eso bastaría para despejar todas mis dudas, pero sería suficiente para seguir adelante.
Suficiente para matar al padre de Junie.
El autobús llegó gruñendo a la parada. El agente secreto X-19, también conocido como Lee Harvey Oswald, célebre marxista y maltratador, subió. Cuando el autobús quedó fuera de mi vista, volví al callejón y lo recorrí de punta a punta. Al final se ensanchaba y desembocaba en un gran patio trasero sin vallar. Había un Chevrolet Biscayne del 57 o el 58 aparcado junto a un surtidor de gas natural. Había un bidón para barbacoas sobre un trípode. Detrás de la barbacoa se alzaba la parte trasera de una gran casa marrón oscuro. La casa del general.
Miré al suelo y vi un surco fresco en la tierra. Al final de su trazado había un cubo de basura. No había visto a Lee moverlo, pero sabía que lo había hecho. La noche del 10 de abril pensaba apoyar allí el cañón del fusil.