Ruth solo fue dos veces a Neely Street a recibir lecciones. Después de eso, Marina y June subían a la ranchera y Ruth se las llevaba. Probablemente a su casa en el elegante (por lo menos para los estándares de Oak Cliff) barrio de Irving. Esa dirección no figuraba en las notas de Al —parecía importarle poco la relación de Marina con Ruth, probablemente porque esperaba acabar con Lee mucho antes de que ese fusil terminara en el garaje de los Paine—, pero la descubrí en el listín telefónico: 2515 de Cinco Oeste Street.
Una encapotada tarde de marzo, unas dos horas después de que Marina y Ruth hubieran partido, Lee y George de Mohrenschildt aparecieron en el coche de este último. Lee salió cargado con una bolsa de papel marrón con un sombrero de mariachi y PEPINOS´S, EL MEJOR MEXICANO estampado en un lado. De Mohrenschildt llevaba un pack de seis Dos Equis. Subieron por la escalera de la entrada charlando y riendo. Cogí los auriculares con el corazón desbocado. Al principio no se oía nada, pero luego uno de ellos encendió la lámpara. Después de eso bien podría haber estado en la habitación con ellos, un tercero invisible.
Por favor, no conspiréis para matar a Walker, pensé. Por favor, no hagáis mi trabajo más difícil de lo que ya es.
—Perdona el desorden —dijo Lee—. Últimamente no hace mucho más que dormir, ver la tele y hablar con esa mujer a la que da clases.
De Mohrenschildt habló durante un rato de las concesiones petrolíferas que estaba intentando procurarse en Haití y echó pestes del régimen represor de Duvalier.
—Al final del día, los camiones atraviesan el mercado y recogen los cadáveres. Muchos son niños que han muerto de hambre.
—Castro y El Frente pondrán fin a eso —dijo Lee en un tono torvo.
—Que la Providencia adelante ese día. —Se oyó un tintineo de botellas, probablemente un brindis por la idea de que la Providencia adelantase el día—. ¿Cómo va el trabajo, camarada? ¿Y cómo es que no estás allí esta tarde?
No estaba allí, dijo Lee, porque quería estar aquí. Así de sencillo. Había fichado y se había ido como si tal cosa.
—¿Qué van a hacer al respecto? Soy el mejor técnico de impresión que tiene el viejo Bobby Stovall, joder, y él lo sabe. El capataz, se llama [no lo distinguí; ¿Graff? ¿Grafe?] dice: «Deja de jugar a los sindicalistas, Lee». ¿Sabes qué hago yo? Me río y le digo: «Vale, svinoyeb», y lo dejo con un palmo de narices. Es un soplapollas, lo sabe todo el mundo.
Aun así, estaba claro que a Lee le gustaba su trabajo, aunque se quejaba de la actitud paternalista y de que la veteranía contaba más que el talento. En un momento dado dijo:
—Sabes, en Minsk, en igualdad de condiciones, yo dirigiría el chiringuito en un año.
—Ya lo sé, hijo; es de lo más evidente.
Dándole cuerda. Calentándolo. Lo veía clarísimo, y no me gustaba.
—¿Has leído el periódico esta mañana?
—Esta mañana no he visto más que telegramas y memorándums. ¿Por qué crees que estoy aquí, si no para alejarme de mi escritorio?
—Walker lo ha hecho —dijo Lee—. Se ha unido a la cruzada de Hargis, o a lo mejor es la cruzada de Walker y el que se ha unido es Hargis. No sé cuál es cuál. Vamos, la Cabalgata de Medianoche de los cojones. Esos dos memos piensan hacer una gira por todo el sur, para contarle a la gente que el NAACP es una tapadera comunista. Harán que la integración y los derechos de voto retrocedan veinte años.
—¡Desde luego! Y fomentarán el odio. ¿Cuánto pasará hasta que empiecen las matanzas?
—¡O hasta que alguien pegue un tiro a Ralph Abernathy y al doctor King!
—Pues claro que dispararán a King —dijo De Mohrenschildt, casi riendo. Yo estaba de pie, apretando los auriculares con las manos contra mis sienes mientras me corría un reguero de sudor por la cara. Ése era un terreno muy peligroso, al borde mismo de la conspiración—. Es solo cuestión de tiempo.
Uno de ellos usó el abridor con otro botellín de cerveza mexicana, y Lee dijo:
—Alguien tendría que parar los pies a ese par de cabrones.
—Te equivocas llamando memo al general Walker —advirtió De Mohrenschildt en tono pedagógico—. Hargis, sí, vale. Hargis es de chiste. Lo que tengo entendido es que, como tantos de su calaña, es un hombre de apetitos sexuales retorcidos, de los que se cepillan un coño de niña por la mañana y un culo de crío por la tarde.
—¡Ese tipo está enfermo! —La voz de Lee se quebró como la de un adolescente en la última palabra. Después se rio.
—Pero Walker, ja, es harina de otro costal. Es un peso pesado de la Sociedad John Birch…
—¡Esos fascistas antisemitas!
—… y veo venir un día, dentro de no mucho, en que la dirigirá. En cuanto tenga la confianza y aprobación de los otros grupos de chiflados de derechas, es posible que hasta vuelva a presentarse a las elecciones… pero esta vez no para gobernador de Texas. Sospecho que tiene objetivos más altos. ¿El Senado? Tal vez. ¿Incluso la Casa Blanca?
—Eso no podría pasar nunca. —Pero Lee sonaba poco convencido.
—Es improbable que pase —corrigió De Mohrenschildt—. Pero jamás subestimes la capacidad de la burguesía estadounidense para abrazar el fascismo bajo el nombre de populismo. O el poder de la televisión. Sin la tele, Kennedy nunca hubiese ganado a Nixon.
—Kennedy y su puño de hierro —dijo Lee. Su aprobación del actual presidente parecía haber seguido el camino de los zapatos de gamuza azul—. No descansará mientras Fidel cague en el váter de Batista.
—Y nunca subestimes el terror que inspira a la América blanca la idea de una sociedad en que la igualdad racial se haya convertido en ley.
—¡Negrata, negrata, negrata, frijolero, frijolero, frijolero! —estalló Lee, con una rabia tan intensa que era casi angustia—. ¡Es todo lo que oigo en el trabajo!
—Estoy seguro. Cuando en el Morning News dicen «el gran estado de Texas», lo que quieren decir en realidad es «el klan estado de Texas». ¡Y la gente escucha! Para un hombre como Walker, un héroe de guerra como Walker, un bufón como Hargis no es más que un trampolín. Del mismo modo que Von Hindenberg fue un trampolín para Hitler. Con las relaciones públicas adecuadas para pulirlo, Walker podría llegar lejos. ¿Sabes lo que creo? Que el hombre que liquidara al general Edwin América Racista Walker haría un gran favor a la sociedad.
Me dejé caer pesadamente en una silla junto a la mesa donde estaba la pequeña grabadora, que seguía girando.
—Si de verdad crees… —empezó Lee, y entonces sonó un zumbido estruendoso que me obligó a arrancarme de golpe los auriculares. Arriba no se oían gritos de alarma o indignación, ni movimientos rápidos de pies, de manera que, a menos que se les diera muy bien disimular de improviso, creía poder suponer que no habían descubierto el micrófono. Volví a ponerme los auriculares. Nada. Probé con el micrófono a distancia, subiéndome a una silla y sosteniendo el cuenco de Tupperware casi pegado al techo. Con él oía hablar a Lee y las respuestas ocasionales de De Mohrenschildt, pero no distinguía lo que decían.
Mi oído en el piso de Oswald se había quedado sordo.
El pasado es obstinado.
Tras otros diez minutos de conversación —quizá sobre política, quizá sobre la naturaleza irritante de las esposas, quizá sobre unos planes recién concebidos para matar al general Edwin Walker—, De Mohrenschildt bajó dando brincos por la escalera de entrada y se fue en su coche.
Los pasos de Lee sonaban por encima de mi cabeza: clomp, clod, clomp. Los seguí hasta mi dormitorio y dirigí el micrófono hacia el lugar donde se detuvieron. Nada… nada… luego el leve pero inconfundible sonido de los ronquidos. Cuando Ruth Paine dejó a Marina y June al cabo de dos horas, Lee seguía durmiendo las Dos Equis. Marina no lo despertó. Yo tampoco hubiese despertado a aquel cabrón con malas pulgas.