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Los acontecimientos empezaron a acelerarse, como había sucedido en Derry, solo que ahora la flecha del tiempo volaba hacia el 10 de abril en vez de hacia Halloween. Las notas de Al, en las que yo había confiado para que me llevaran hasta allí, se fueron volviendo menos útiles. En la cuenta atrás hacia el intento de asesinar a Walker se concentraban casi en exclusiva en las acciones y en los movimientos de Lee, y ese invierno había mucho más en sus vidas, sobre todo en la de Marina.

Para empezar, por fin había trabado amistad con alguien; no un madurito iluso como George Bouhe, sino una amiga. Se llamaba Ruth Paine, y era una cuáquera. «Rusoparlante», había anotado Al con un laconismo que recordaba poco a sus primeras notas. «La conoció en fiesta, 2(??)/ 63. Marina separada de Lee y viviendo con la Paine en fechas del asesinato de Kennedy». Y luego, como si no fuera más que una ocurrencia de última hora: «Lee guardó M-C en garaje de Paine. Envuelto en manta».

Por M-C se refería al fusil Mannlicher-Carcano adquirido por correo con el que Lee planeaba matar al general Walker.

No sé quién celebró la fiesta en la que Lee y Marina conocieron a los Paine. No sé quién los presentó. ¿De Mohrenschildt? ¿Bouhe? Probablemente uno o el otro, porque para entonces el resto de los emigrados evitaban a los Oswald. El maridito era un sabelotodo repelente y su mujercita una estera humana que había dejado pasar Dios sabe cuántas oportunidades de abandonarlo para siempre.

Lo que sí sé es que la potencial válvula de escape de Marina Oswald llegó al volante de una ranchera Chevrolet —blanca y roja— un día lluvioso de mediados de marzo. Aparcó en la calle y miró a su alrededor con incertidumbre, como si no estuviera segura de haber llegado a la dirección correcta. Ruth Paine era alta (aunque no tanto como Sadie) y exageradamente delgada. Tenía un flequillo castaño bien cortado sobre una frente enorme y pelo corto y ahuecado, un peinado que no la favorecía. Llevaba gafas sin montura sobre una nariz salpicada de pecas. A mí, que miraba a través de una abertura en las cortinas, me parecía la clase de mujer que repudiaba la carne y asistía a las manifestaciones en contra de la Bomba…, y así era poco más o menos Ruth Paine, creo, una mujer de la New Age antes de que la New Age estuviera de moda.

Marina debía de estar pendiente de su llegada, porque bajó taconeando la escalera de la entrada con la niña en brazos, tapada con una manta a la altura de la cabeza para protegerla de la llovizna. Ruth Paine sonrió con timidez y habló cautelosamente, dejando un espacio entre palabra y palabra.

—Hola, señora Oswald, soy Ruth Paine. ¿Se acuerda de mí?

Da —dijo Marina—. Sí. —Después añadió algo en ruso.

Ruth respondió en la misma lengua…, aunque vacilante.

Marina la invitó a pasar. Esperé hasta que oí el chirrido de sus pasos encima de mí y entonces me puse los auriculares conectados al micrófono de la lámpara. Lo que oí fue una conversación en una mezcla de inglés y ruso. Marina corrigió a Ruth varias veces, en ocasiones riendo. Entendí lo suficiente para comprender el motivo de la visita de Ruth Paine. Al igual que Paul Gregory, quería clases de ruso. Entendí algo más a partir de sus risas frecuentes y su conversación cada vez más fluida: se caían bien.

Me alegré por Marina. Si mataba a Oswald tras su intentona contra el general Walker, la New Age Ruth Paine quizá la acogiese. De esperanza también se vive.